No hubo tiempo para despedidas, porque su
partida fue casi tan repentina como su llegada. Pablo Iglesias ha dejado todos
sus cargos en el gobierno español y con ello, el lugar preponderante que atesoró
en la política de ese país durante los últimos siete años.
Su comparecencia final ante las cámaras deja muchas conjeturas pendientes y un mar de tinta disponible para interpretar lo ocurrido en una década de sucesos tan dinámicos como contradictorios. Iglesias sale de escena por la puerta de atrás, casi queriendo pasar inadvertido, abrumado por la vergüenza y el resentimiento, despachando malos augurios y advirtiendo que tras su repliegue al lujoso chalet de Galapagar, solo nos deja orfandad y desolación. Hasta ahora únicamente su compinche, el pendenciero Juan Carlos Monedero le ha pedido que regrese. No, gracias.
Sus adversarios, transformados ya en legión, le han regateado tiempo en el instante de su renuncia. No han querido dedicarle “ni un minuto”, como sostuvo Isabel Díaz Ayuso, la exitosa presidente de la Comunidad de Madrid, sepulturera principal del hombre de la coleta. Iglesias despierta hoy tanto odio como compasión. Sus amigos, que aún los tiene, aunque pocos lo reconozcan en público, bajan la mirada y murmuran que él ha cambiado la política española profunda y decisivamente. Cambio hubo, pero quizás en reversa.
En efecto, sin Iglesias todo parecía un poquito mejor. Su liderazgo, surgido desde el clamor legítimo del llamado 15M, la movilización social contra la austeridad que sacudió el país en 2011, adquirió con los meses un dejo profesoral que deslumbraba a los poco habituados, pero que terminó por exasperar incluso a los más fanáticos. Y es que Iglesias simboliza el paso de la cátedra al curul parlamentario. Quiso el azar que el murmullo ensordecedor de los acampados en la Puerta del Sol, se sintiera fugazmente representado por un grupo de profesores universitarios de la Complutense. El trío Iglesias-Errejón-Monedero intentó darle forma oratoria al sentimiento de fatiga por la crisis inmobiliaria estallada en 2008. He ahí el pecado original del movimiento. En la primera oportunidad electoral, las europeas de 2014, Podemos, la formación política nacida del 15M, dio el enorme salto hacia la cumbre de la representación popular. Sus portavoces convirtieron la esfera pública en una tediosa disertación académica.
Provistos de la legitimidad inherente a cualquier recién llegado que abandera las protestas, se propusieron encarar la crisis sin que paguen los más pobres, poner en duda los pilares de la transición política ocurrida tras la muerte de Franco y enterrar el bipartidismo. Está claro que siete años después, ya ninguna de esas metas tiene vigencia. Podemos quiso, al menos, sustituir al PSOE, es decir, ocupar su lugar tras la extinción del viejo partido, pero con Iglesias solo ha logrado reemplazar a la marginal Izquierda Unida. En el trayecto, la crisis, como pasó también en Grecia, es un asunto del pasado, la transición política ha acentuado sus rasgos centralistas y el maltratado bipartidismo parece estar de regreso con el añadido de Vox, la ultra derecha menos maquillada de Europa.
Iglesias argumenta que se va porque su presencia solo consigue despertar al monstruo del fascismo. No expande adhesiones, solo repulsa. Tiene razón. Ahora que Humberto Maturana también se ha ido, podríamos prestarnos el concepto de “profecía autocumplida” para entender el fenómeno. Iglesias revivió la extrema derecha de tanto invocar al muerto. Quizás así se explica el encogimiento dramático de Podemos y su conversión en izquierda tradicional. Los profes de la Complutense se dejaron jalar por sus lecturas y descuidaron el roce con la gente. Iglesias y su tropa prefirieron el bolchevismo a la estadística, el credo secular de Lenin a la tertulia, Netflix, a la vida afuera.
Hay sin embargo un pecado mayor que nos atinge. El trío de la Complutense pasó primero por Bolivia, Ecuador y Venezuela. Fue en nuestros países que se estrenó ideológicamente. Se aplazaron, jóvenes. Con el paso de los meses, sus pioneras conexiones con América Latina les cobraron factura en Europa. Y luego, su éxito sorpresivo en España, generó un círculo vicioso entre las dos orillas del Atlántico. La contribución final del trío fue gestar una especie de neo estalinismo del siglo XXI, una izquierda de estado, autoritaria, sectaria y dogmática, adversa a la democracia y al pluralismo y trágicamente apegada al culto a la personalidad. Esa, la principal deuda de Iglesias con América Latina.
Rafael Archondo es periodista.