En 1936, la revista Literary Digest hizo una encuesta con una
muestra de dos millones, en Estados Unidos. Segura de su sondeo, anunció el
triunfo del candidato republicano Alf Landon sobre el demócrata Franklin
Roosevelt. Ese mismo año, George Gallup hizo otra encuesta con una muestra de
5.000 y vaticinó la derrota de Landon. Acertó, ganó Roosevelt con el 60,8%.
Desde entonces los expertos en estadística establecieron que el número de
consultados no sustituye el diseño de una encuesta.
Sin embargo, aún hay gente que cree que una mayor muestra genera más certeza. Actúa de ese modo, más que por rigor científico, porque vive en su burbuja social o territorial, donde todos piensan igual. Entonces, cuando ve una encuesta que contradice su opinión y la de su círculo, desconfía de la muestra y no admite que mil o dos mil personas consultadas, entre las que no figuran ni él ni sus amigos, sea interpretado como si hubiese hablado la sociedad. Si la encuesta hubiese coincidido con su opinión, no se hubiera fijado en la muestra.
Es muy natural esta sensación en la gente que ignora que los vectores externos condicionan, de diferentes maneras, el pensamiento, la opinión, las actitudes y preferencias de las personas. Por ejemplo, una persona de una clase social puede tener expectativas electorales diferentes frente a otra de otra clase social, aunque ambas sean animalistas. Esas diferencias se traducen en la tendencia de voto.
Una encuesta no es palabra de Dios. Es un instrumento que ayuda a indagar las tendencias, preferencias y actitudes de una sociedad, en un determinado momento. Esa misma sociedad que hoy dice “A” puede decir mañana “Z”. El proceso de intercambio de significados, acelerado por las redes sociales, hace cada vez más volátil la opinión pública.
Precisamente por la dificultad de controlar la formación de la opinión pública, es falso que un sondeo tenga el poder de determinar el voto de una persona. Los electores tienen motivaciones que van desde las emocionales hasta las racionales para justificar su preferencia por un candidato. No conozco a una familia que haya estudiado todas las encuestas para decidir su voto.
¿Se equivocan las encuestas? Por supuesto. Son realizadas por seres humanos. Sin embargo, como dicen Jaime Durán Barba y Santiago Nieto, expertos en comunicación política, las encuestas se asemejan a los aviones que hacen noticia cuando se cae uno, pero no cuando aterrizan bien. Igual, las encuestas son noticia cuando se equivocan, pero no cuando aciertan.
Empero, hay gente que cree por adelantado que todos los sondeos que contradicen sus sentimientos están equivocados. No busca otro estudio científico para rebatirla, se limita a otorgar categoría de verdad absoluta a su creencia o a la palabra de su candidato y descalifica la encuesta acurrucado en la falacia “ad vericundiam”.
En lugar de dudar de su opinión, como lo haría un científico, en la línea cartesiana: “dudo luego existo”, se refugia en su propio aforismo: “siento, luego opino (con el hígado)”. En consecuencia, materializa la falacia “ad hominem” y descalifica todo aquel que cree en esa encuesta ya sea por masista, neoliberal, derechista o izquierdista. No escucha argumentos, sólo oye a su ideología.
Esta forma de acción es también propia del político que se convierte en candidato porque sus amigos le hicieron creer que era el mejor o porque decenas de personas le pidieron una selfi en la calle. Entonces, cuando ve una encuesta que lo desahucia, se miente diciendo que la verdadera encuesta será el día de la votación o ataca a la encuestadora, o desprecia a los electores por no valorarlo.
Reitero, las encuestas no son portadores de una verdad absoluta, pero como persona que sostengo relaciones sociales más allá de mi espacio social, territorial o comunicacional tengo la constancia de que el MAS tiene una base electoral leal fuerte. Si sus adversarios no estudian las encuestas estratégicamente, el MAS los puede derrotar en primera vuelta por quinta vez consecutiva.
¿Cómo es posible que todavía haya gente que apoya al MAS después de todo lo que hizo? Respondo con otra interrogante: ¿cómo es posible que todavía haya gente que cree que recuperará la democracia llamando salvaje o ignorante al otro cuya preferencia electoral es distinta en lugar de estudiar por qué éste tiene el corazón azul?
La gente que descalifica a todo aquel que no comparte su pensamiento debería aprender de Gallup, que dejó a un lado sus afectos y aplicó una encuesta en 1932 para ayudar a su suegra, Ola Babcock Miller, a ganar una elección.
Andrés Gómez es periodista.