En el ya no tan lejano 2025, la Organización de las Naciones Unidas cumplirá 80 años de vida, una edad en la que la mayoría de la gente ya sólo aguarda la muerte. En todo este tiempo, su estructura de funcionamiento ha cambiado una sola vez, cuando en 1965 aceptó incrementar el número de miembros no permanentes del Consejo de Seguridad de seis a diez. Todo lo demás ha permanecido así como fue pensado en 1945. La ONU se mueve dentro de un molde petrificado y por eso es un gran monumento a la parálisis.
Pese a ello, cada año, decenas de jóvenes en el mundo se ponen saco, corbata, vestido de gala o atavíos especiales para cumplir con un simulacro conocido como Modelo ONU o MUN. El juego de imitación consiste en reproducir a escala doméstica los mecanismos de toma de decisiones que se utilizan alrededor de la Primera Avenida de Nueva York. ¿Modelo de qué? ¿A qué estamos jugando?
Sin gozar de un debate profundo sobre el esquema a imitar, estos muchachos de la secundaria o de la universidad van asumiendo que aquel es el ejemplo más depurado de una democracia global. Nadie cuestiona ni se atreve a pensar en cómo se vería una ONU que ya no emanara de los escombros de una guerra, cuyas repercusiones están tan moribundas como olvidadas.
Imaginemos pues una ONU del siglo XXI, aún sabiendo que este organismo burocrático es irreformable; es decir, que está programado para no cambiar y que optará por desaparecer, antes que mover en algo su diseño institucional.
La primera falla de origen es el privilegio entregado a Estados Unidos, Francia, el Reino Unido, China y Rusia: el derecho a veto. Nada puede decidirse en la ONU sin contar con el beneplácito de estos cinco. Basta que uno de ellos se oponga para que todo se paralice. Haber integrado la corte de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial se mantiene como una ventaja perpetua, porfiada e incuestionable.
Esto es anacrónico e injusto. Una reforma genuina de la ONU pasa por abolir el derecho a veto, vale decir, que no haya naciones mimadas y que partamos de la igualdad sustantiva de todas las soberanías.
Sin embargo, puede haber quien considere con razón que el veto no es un privilegio ni un premio, sino una responsabilidad, un compromiso con las realidades del planeta. Es correcto. Un país con esa prerrogativa tiene además que tener la capacidad de aportar de manera masiva a las grandes soluciones globales.
Si partimos de esta nueva premisa, entreguemos entonces el derecho a veto usando un nuevo criterio, el que acabamos de mencionar. Las naciones que aspiren a tener una responsabilidad mayor en el sostenimiento de la paz que se ofrezcan como candidatas a garantes y que sea el resto de la humanidad quien le entregue ese derecho mediante mayoría de votos.
De ese modo, el derecho a veto podría revocarse y reasignarse. Ello permitiría que se utilice de cara a la comunidad internacional y no como una varita mágica obsequiada a un país sobresaliente.
Puestos todos a decidir, ¿cuáles serían las naciones indispensables para mantener la paz mundial? Lo más atinado parece ser entregar el derecho a veto a las grandes comunidades continentales, vale decir, construir una ONU que descanse sobre las megaidentidades humanas.
De ese modo, Alemania, Italia o Francia por Europa; Estados Unidos, Canadá, el Reino Unido o Australia por la cultura anglosajona; China, Rusia, Corea o Japón por Asia norte; India, Vietnam o Indonesia por el sudeste asiático; Brasil, Argentina o México por América Latina; Sudáfrica, Senegal o Nigeria por África subsahariana; Egipto, Turquía o Irán por el mundo árabe. Podrían representar a su turno unos renovados siete esquemas regionales de decisión, que superaran la actual división en cinco.
El nuevo molde debería disolver de inicio el absurdo grupo de Europa del Este, realidad nacida de la Guerra Fría y que aún sigue causando dolores de cabeza a sus integrantes.
Las repercusiones del cambio serían gigantescas. La ONU tendría diversos rostros convergentes, todos contribuyentes a una estructura libre y descentralizada. Ese es el mundo multipolar que habitamos desde el desplome del Muro de Berlín y la emergencia del sur global.
Una institución con esos siete pilares no sólo sería marcadamente representativa, sino eficaz y seductora. El Consejo de Seguridad tendría líderes y no sólo operadores, siete con derecho a veto, y diez en las sillas rotativas que ya conocemos.
Así es, nada de esto puede pasar si uno, dos o todos los países que hoy
tienen derecho a veto se rehúsan. Es que es la irreformable.
Rafael Archondo es periodista.