La Central Obrera Boliviana presentó hace
un par de semanas su acostumbrado “pliego petitorio” demandando, como todos los
santos años, un incremento en el salario mínimo nacional. Repitiendo la fórmula
del 2022, la COB exigió en su pliego un incremento del 10%. Recordemos que en
la pasada gestión las negociaciones con el gobierno culminaron en un incremento
del 4%, por lo que uno esperaría un resultado similar para el 2023.
El salario mínimo y sus incrementos son una pésima idea. El argumento económico que soporta esta afirmación es muy claro. Lo he expuesto antes en esta columna y revisaremos ahora los puntos más importantes. Para mí, sin embargo, el argumento central contra el salario mínimo es moral. El salario mínimo es malo porque vulnera la libertad de los individuos y corrompe las relaciones productivas.
Empecemos revisando el argumento económico. El salario mínimo le pone un piso al salario que una empresa puede ofrecer. En esencia, el salario mínimo hace que contratar a alguien sea más caro de lo que podría ser, por simple virtud del decreto. La idea es que los trabajadores tengan un mayor ingreso y así puedan satisfacer de mejor manera sus necesidades. Como siempre, sin embargo, la dura realidad se encarga de poner nuestra ingenuidad en su sitio. ¿Qué pasa cuando sube el precio de las manzanas? Simple, la cantidad demandada de manzanas disminuye porque los consumidores dejan de comprarlas y las sustituyen por otras frutas. Pues lo mismo pasa con el empleo. Si hacemos que los trabajadores cuesten más por virtud de un decreto, las empresas contrataran menos y lo único que habremos conseguido es que muchos trabajadores no sean contratados. En otras palabras, habremos generado desempleo.
En países como el nuestro el efecto es nefasto. Por múltiples razones tenemos ya una economía atrofiada y con pocas empresas dispuestas a contratar trabajadores. Cuando la lógica sugiere, entonces, hacerles la vida un poco más fácil a estos escasos empleadores, la realidad es que se las hacemos más difícil encareciendo el empleo con este tipo de medidas. Súmele al salario mínimo la exigencia de pagar aguinaldo, doble aguinaldo, seguros y prestaciones sociales, y la obligación de justificar despidos aun cuando las condiciones económicas de la empresa así lo requieran, y esencialmente hemos hecho que contratar formalmente sea prohibitivo. ¿Nos debería extrañar entonces que Bolivia sea el país con la mayor tasa de informalidad del planeta y que casi el 90% de los trabajadores no tenga un contrato formal?
Ud. se preguntará, bueno, ¿pero si eliminamos el salario mínimo y las demás regulaciones que “protegen” al trabajador, qué diferencia existiría entre un trabajo formal y uno informal? ¿Cuál sería el objetivo de hacer que el trabajador sea formal si no recibe ninguna ventaja en esa condición? La diferencia entre un trabajo formal y uno informal es enorme. Un empleo formal implica la existencia de un contrato refrendado por ley que típicamente resulta en una relación laboral mucho más sólida que un acuerdo verbal. Aunque el contrato no le otorgue al trabajador un salario mínimo, un aguinaldo, prestaciones sociales y otros beneficios, le provee la certidumbre de ser empleado durante un período razonable de tiempo (típicamente un año) y, por lo tanto, le genera incentivos a esforzarse, aprender del oficio y avanzar en su carrera profesional. El trabajador se beneficia además de un respaldo legal si existieran diferencias con el empleador y una solvencia al momento de acceder a crédito, comprar una casa, etc. La gran mayoría de los trabajadores preferirán, por lo tanto, un contrato formal sin ningún beneficio o “protección laboral” a estar “protegidos” por un sinfín de leyes que los condenen a la informalidad o el desempleo.
Revisemos ahora el argumento moral. Los pecados del salario mínimo son varios. Probablemente el primero sea el uso de coerción disfrazada de solidaridad. La COB y los gobiernos de izquierda nos venden la idea de que el salario mínimo es justo porque garantiza que los trabajadores ganen lo mínimo necesario para vivir: “¡la sociedad debe ser solidaria con la clase trabajadora!” Pero este argumento es un engaño. Nada es gratis en este mundo y la plata debe salir de algún lado. ¿Cómo pagarán las empresas la diferencia entre lo que ellas hubieran pagado por un trabajador y el salario mínimo? Una opción es incrementar el precio del producto final con lo cual se obliga al consumidor a pagar la diferencia.
Otra opción es que las empresas reduzcan sus ganancias, con lo cual se obliga al empresario a recibir menos por su esfuerzo, su innovación y su disposición a asumir riesgos. Esto también reduce su capacidad de inversión y por lo tanto la producción de bienes y servicios en el futuro. Una tercera opción es que las empresas financien la diferencia dejando de contratar nuevos empleados. Como decíamos arriba, dado que los empleados serán más caros, las empresas contratarán menos. Esto implica que los que pagan la diferencia son los nuevos trabajadores (en su mayoría jóvenes) pues estos encontrarán menos oportunidades de empleo. En suma, la mentada “solidaridad” con el trabajador es una farsa. La solidaridad es, por definición, voluntaria; el salario mínimo, en cambio, es una imposición que recae sobre terceros.
El otro pecado del salario mínimo es la hipocresía. Cada primero de mayo los políticos declaran con solemnidad que incrementan el salario mínimo porque desean el bienestar de la clase trabajadora. Lo que no dicen es que no lo hacen con su plata, sino que, como hemos visto arriba, obligando a otros a hacerse cargo de sus buenas intenciones. El salario mínimo es, entonces, una versión más de la hipocresía típica de aquel que “ayuda” con la plata de otros.
Otro pecado del salario mínimo es el egoísmo. El salario mínimo y sus incrementos benefician a los trabajadores que ya cuentan con un puesto de trabajo, pero, como veíamos arriba, dejan sin empleo a aquellos que lo están buscando. La COB y el gobierno lo saben, pero se llenan la boca con proclamas que defienden al trabajador en general.
Finalmente, el salario mínimo y sus incrementos también producen inmoralidad en quienes los reciben ya que crean la idea de que ganar más depende de lo que el gobierno decrete (y por lo tanto de la presión que el sindicato genere en las calles) y no del esfuerzo o el mérito propio.
Tales son las nefastas consecuencias económicas y morales del salario mínimo y sus incrementos. Si los proletarios del mundo se unieran como pedía Marx, pero además abrieran los ojos a sus propios intereses, deberían pedir a voz en cuello su eliminación.
Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia).