La Fundación Friedrich Ebert convocó a un conversatorio para tratar con expertos, nacionales e internacionales, el gravísimo problema de la desinformación como una práctica de difusión –y esto es lo realmente preocupante– deliberada, tendenciosa, errónea, falsa o engañosa, con el único propósito de manipular opiniones o decisiones de la ciudadanía.
El título del conversatorio: Falsedades que debilitan: desinformación y democracia.
El texto de la invitación ya es una colación a la reflexión en estos tiempos convulsos y de caos en casi todos los órdenes de la sociedad mundial donde la desinformación, reza el texto de la esquela, contamina el debate público, erosiona la confianza en las instituciones y distorsiona la legitimidad de los procesos electorales. No se podría ser más exacto en el pronóstico.
En estos momentos, debates con altura de miras, basados en el contraste de datos locales y regionales, con expertos, ayudan mucho. Son tiempos donde es necesaria la reflexión. Son tiempos de mesura y de análisis. Son tiempos de concertación y no de confrontación. Y de un profundo examen del rol del periodista, de los medios de comunicación y su severa crisis financiera que tiene a más de uno asfixiado y al borde de la quiebra. Ya no se pueden sustentar redacciones, ni pagar sueldos importantes. Todo está en el límite y en la medianera de lo aguantable. El periodismo de investigación es un lujo. Una joya demasiado cara para el periodismo boliviano. El periodismo de calidad se ha diluido. Se ha devaluado. Ya no es rentable. No es atractivo. No es competitivo frente a un TikTok.
Cabe preguntarse, una vez más, si el noble oficio del periodismo ha muerto y si son, ahora, los malos los que desinforman a escalas que jamás podríamos haber podido dimensionar. Las elecciones norteamericanas fueron y son un fresco recordatorio de cómo los propios medios de comunicación fueron “insustanciales” a tiempo de informar a la población estadounidense, sobre uno u otro candidato. Se vieron completamente abrumados por las fakenews y íntegramente sobrepasados. De nada sirvieron alertas, luces rojas o todo tipo de advertencias. La sociedad americana, literalmente, se arrojó de cabeza en las deleznables aguas de las redes sociales y devoraron a destajo todo lo que se les puso por delante. Fue una verdadera carnicería de bulos.
Dónde quedó aquella verdad. Aquella información seria. Hasta si quieren, aquella verdad plana y aburrida. Sin adjetivos ni grandilocuencias. Quedó allá donde no se mira, donde no se escucha ni se lee. Dónde no es atractiva. Perdió su glamour. Su sobriedad. Se extravió en los desordenadísimos cajones digitales. Se traspapeló. Se embrolló.
Hasta me animaría a afirmar que ya ni siquiera existen jóvenes que quieren ser periodistas. Los sueldos son magros. No hay certidumbre laboral, ni capacidad de ascenso o de crecimiento profesional. Tampoco hay medios a los que los jóvenes quisieran aspirar para ejercer la profesión con un sentido de romanticismo o hasta de grandeza. Ya no existe ese reconcomio de ser parte de algo importante, de defender aquella verdad romanticona. Incluso habría que preguntarse si todavía existe algo grande e importante que defender.
Y acá hay otra trampa muy compleja y en boga. Muchos, sin duda, confunden este mal llamado periodismo ciudadano. Cuidado. Es una falacia. Y lo es, primero porque menoscaba la profesión periodística y su nivel profesional que basa su accionar en un método y en una deontología para el tratamiento de la información. Una persona que da a conocer un dato a través de una red social, por medio de una fotografía o video no se detiene a sopesar el hecho, a contrastarlo, a verificarlo o, simplemente, a dimensionarlo en su justa realidad. Ya ni siquiera mide sus causas o consecuencias posibles o el impacto tóxico que podría provocar a su alrededor. Sólo hace un click y sin mediar una mínima reflexión revienta en sus redes un acto que puede ser muy contraproducente. Un periodista profesional, por supuesto, por el contrario, documenta el hecho en el momento, investiga sus causas, entrevista a los actores involucrados en el proceso, contrasta información y concluye con su publicación colocando, incluso, su nombre o el de su medio de comunicación asumiendo una responsabilidad profesional por lo que afirma; es decir, hay un método periodístico para el tratamiento de la información. Y no una simple, pero a la vez, riesgosa conducta irresponsable de sólo buscar la distribución masiva de sus mensajes.
De acuerdo con estudios de big data, acá ingresamos en otro entuerto. La mayor parte de las nuevas generaciones –sino todas–, ya sean milllenials, centennials y la generación “Z” no están dispuestos a pagar un penique –ni pagarán, por supuesto–, por una información. Y esto no es del todo descabellado. Forzarlos u obligarlos es provocar un mayor rechazo. ¿Pero entonces, hacia dónde vamos? ¿Hacia el mismísimo caos social? ¿Más todavía?
Aquella sentencia que un periodista polaco romantizó quedó hecha trizas: Para ejercer la profesión del periodismo, primero tienes que ser una buena persona. Lo dijo un gran cronista de guerras y conflictos Ryszard Kapuściński. No cualquiera. No un pelafustán mediatizado. Y no lo dijo por una inocencia infantiloide o por una falta de carácter y templanza para cubrir conflictos bélicos o desnudar grandes corruptelas. Lo dijo con un profundo sentido humano.
Sentenció esa frase porque el periodismo es colectivista. Porque no se puede construir ninguna información sin la ayuda de otras personas, a las que el periodista se debe. El periodismo es una obra colectiva y debe, siempre, responder a esa conciencia social. A esa especie de comunión entre personas. Fomentar el odio, la pelea, el choque de micrófonos, contraviene las bases mismas del periodismo y sólo azuza a que el mundo sea cada vez más peligroso y polarizado.
Tal y como se dijo en un portal de noticias, los medios enfrentan un trilema: primero global, porque las nuevas tecnologías quebraron a los llamados medios de prensa tradicionales; regional, porque el ascenso de líderes de izquierda en América Latina tensionó la relación con los medios coartando y castigando con la ausencia de inversión pública; y local, por el conflicto permanente de gobiernos autoritarios que exigen medios a su gusto y sabor. Pese a todo, los estudios aseveran que los medios de comunicación seguirían siendo uno de los actores más valorados por la sociedad. Ojalá así sea.