En
un círculo universitario del hemisferio norte un boliviano osado lanza la
pregunta de cuál es la diferencia entre un alemán y un latinoamericano, para
luego responder -con una mueca socarrona- que el alemán te cree cuando le dices
gusto en conocerte. Los dos colombianos, el salvadoreño y el mexicano que lo
rodean sueltan una risotada (o más). El belga -que por mala fortuna para los
divertidos hispanos entiende castellano- se dirige a ellos con visible
frustración para sentenciar: “por eso ustedes no son confiables”.
Condena inapelable. No somos confiables. Sin embargo -o más bien por lo menos-, la autoconciencia de ese común modo de ser (informales, corruptibles, impuntuales, poco serios) y la aceptación –acompañada de un sentido del humor algo lastimero- de esa personalidad fallida, nos ha disuadido de matarnos entre todos. De alguna forma hemos construido una ética particular -mezcla de ese humorismo algo cínico y fe- y nos hemos acomodado a un orden moral precario que parece sernos suficiente para sobrevivir, y no ser del todo infelices.
Las certezas que nos mueven son distintas a las de los europeos o de los norteamericanos. No son certezas cimentadas en la autoridad o el comportamiento previsible frente a la ley. Nosotros nos apoyamos en los códigos dictados por la familia, los amigos y la comunidad. Y nos sostenemos en el hecho de que podríamos estar peor. Colocamos el rasero abajo. De ahí nuestro optimismo (cuando no resignación).
Un artículo reciente de The Economist explica que Latinoamérica no enfrenta riesgos serios de alguna guerra y está muy lejos de los más agudos conflictos mundiales. Que goza de vastos recursos naturales y que su gente es feliz “thanks to family, friends and the fiesta, the eternal pleasures of Latin American life”…
La revista inglesa no se anima a dar un diagnóstico psicológico, pero lo sugiere. Soy mexicana con sangre hondureña y residencia boliviana de larga data. No podría denunciar algún despropósito del periodista que redacta la nota (tal vez sorna sí), cuando mis naciones ocupan los primeros lugares en los rankings mundiales de corrupción y pobreza, y aun así encuentran siempre un espacio para el goce, ya sea de bajo presupuesto; y el humor (que funciona como escudo).
Chile, que también corre por mis venas, es un caso extraño: un país al que le hicieron creer que su madre biológica era Europa pero que había sido adoptado por Latinoamérica, se ha visto mejor al espejo y ha reconocido en su rostro los mismos rasgos de sus hermanos de sangre, que ahora ríen con él.
Pero hay quienes persisten en negar ese parentesco y no ríen. Entre ellos, un exministro del Estado chileno que al término del proceso constituyente se lamentaba: “Estamos perdiendo la oportunidad de tener una constitución para un país desarrollado (léase serio) y no para un típico país latinoamericano (léase poco confiable)”.
En un aula de clases en Toronto, la profesora preguntó a sus alumnos -de variado origen- de qué bromeábamos en nuestros países. Los latinos coincidimos en que solíamos burlarnos de los gobernantes, y de nuestra situación política y económica. Los asiáticos -agraviados por las respuestas-, contestaron que ellos no se burlaban. Quizás porque no tienen de qué.
Y es que los japoneses se suicidan para no burlarse de la desgracia. Los latinoamericanos nos reímos de la desgracia para no suicidarnos.
Un análisis de las causas que han llevado a nuestro subcontinente al despelote tomaría largas horas de trabajo y varios miles más de caracteres. Lo que sí resulta sencillo, es comprender la irritación de algunos “nórdicos” frente a nuestra incapacidad de tomarnos en serio.
Aunque, como diría ElPapirri, nosotros también nos preocupamos por nuestros problemas, pero qué nos importa. Tenemos familiy, friends and the fiesta.
Daniela Murialdo es abogada y escritora