De inicio pido disculpas por lo autorreferencial del texto. Sucede que hace poco encontré una fotografía de estudio de cuando era pequeña. Debía de tener unos siete años. Dicen que el buen fotógrafo tiene, ante todo, que captar la esencia de lo que retrata. Si el profesional de entonces, que retuvo la imagen en un cuartito de alguna calle de Coyoacán, conversara ahora con mi psicoanalista, se habilitaría al World Press Photo of the Year. Hay, pues, en ella, elementos suficientes que permitirían a un ajeno conocerme a fondo.
Minutos antes de sentarme en el banquito delante de la pantalla blanca extraje de mi cabello una de las ligas que mi madre –luego de la diaria gresca que duraba lo que el peinado– había colocado con simetría para formar dos medias colas. Así que en el retrato aparezco con la mitad de la cabeza gomosamente rígida y guardando las líneas; y con la otra completamente desmandada y sin ningún sentido ni estética definida.
Desde siempre he tenido autoconciencia de esa especie de bipolaridad, que me hace a la vez una mujer rigurosa, obsesivamente organizada y disciplinada; y una persona despistada, cándida y poco competitiva hasta la mediocridad. Sin embargo, no fue sino cuando leí El peligro de estar cuerda, de Rosa Montero, que advertí, como hace ella: “que ser raro no es nada raro”. Y que aparentemente la dualidad es común a los individuos.
Montero relata en su libro que Mark Twain contó un día en una entrevista, que había tenido un hermano gemelo, Bill, con quien guardaba un parecido tan grande que nadie podía distinguirlos, de modo que les ataban cordoncillos de colores en las muñecas para saber quién era cada cual. Pero que un día los dejaron solos en la bañera y el hermano se ahogó; y que, como los cordones se habían desatado, “nunca se supo quién de los dos había muerto, si Bill o yo”.
La historia de Twain –lo aclaró él mismo luego de la congoja provocada– no era cierta; se trataba de una metáfora cáustica que graficaba su duplicidad personal. El “doble yo” que la mayoría portamos. Los dos seres que habitan en las antípodas de nuestra alma y que, aunque sean opuestos, pueden convivir sin deglutirse.
Mi espíritu es bicéfalo: me gobierna un cinismo tendiente a descreer del buenismo y a desconfiar de las motivaciones de los seres humanos, pero a la vez comparto la conducta de aquellos a quienes Rosa Montero (apoyada en el estudio de una psicóloga norteamericana) llama PAS (Personas Altamente Sensibles). Estos seres son capaces de percibir y procesar más información sensorial simultánea. Son reflexivas, con una emocionalidad muy alta y habilidad para captar sutilezas. En esa medida de hipersensibilidad, puedo saturarme con la información retenida que me impacta de cualquier manera. Ahí es cuando mi parte cínica sale a defenderse a través de la ironía y el sarcasmo, formas domesticadas de la agresividad.
Rosa recuerda que Marcel Proust apuntaba que la lamentable y magnífica familia de los nerviosos era “la sal de la tierra”. Que “todo lo que conocemos que es grande proviene de los nerviosos”. Yo no he hecho nada grande. Pero pertenezco a aquella familia. Como diría la escritora española, me cuesta más que al resto confiar en la estabilidad del mundo. Y, como ella, tengo propensión a reunir indicios que me permitan adivinar las desgracias (que por supuesto –y por fortuna– nunca ocurren). Aun así, y solo en relación a mí misma, ejerzo un optimismo desmedido y osado que no me deja transparentar mis derrotas ni darles su valor.
Pareciera que la disociación que reside en nuestros cuerpos reflejara las dos fuerzas contrarias que componen el todo; eso que la filosofía china denomina el yin y el yang. Como si ambos temperamentos encontrados fueran autónomos y al mismo tiempo complementarios.
Presumo que cuando Rosa Montero se autodiagnostica como “rara” y confiesa su falta de cordura, nos está convocando a la introspección; a –como alguien decía– definirnos a nosotros mismos mientras sufrimos la dualidad; a que abramos los ojos hacia adentro y descubramos que, como acertaba Rafael Guillén “se existe por instantes de luz, o de tiniebla”. Que ambas caras de la dualidad coexisten de modo intermitente y alternado. Es esa existencia binaria la que nos vuelve extraños frente a los extraños.
De ahí que quizás el verdadero peligro de estar cuerdos sea no parecernos a los demás.
Daniela Murialdo es abogada.