Por la imagen profesional y personal que me había hecho del ministro Iván Lima, su propuesta de reforma judicial me ha sorprendido negativamente. Pongamos el tema en contexto. Tras las múltiples críticas por los pobres y frustrantes resultados de la elección judicial de 2011, en 2016 el entonces vicepresidente del Estado reconoció que, la justicia en el país, era una vergüenza y que apestaba: “hoy estamos decepcionados de la justicia. Es el lugar de mayor corrupción y apesta. Nos da vergüenza y nos comprometemos a sacar de cuajo este cáncer”.
Reconoció que la injerencia política en la selección de los candidatos en 2011, fue un error; como lección aprendida, anunció que el primer objetivo de la elección judicial de 2017 sería “cambiar al personal, restableciendo la meritocracia y la capacidad como elementos fundamentales en la selección de autoridades de los órganos de justicia”. Para ello, la misión sería “realizar una cirugía a corazón abierto a un sistema hundido en el mayor de los descréditos”, para poder construir una “justicia transparente, rápida y gratuita, que elimine la corrupción y garantice independencia política a los operadores de justicia.”
En línea con este discurso, la Asamblea Legislativa diseñó un aparatoso mecanismo de calificación de postulantes que comprendía los méritos profesionales, un examen de conocimientos (trivial e inútil) elaborado por el CEUB, y entrevistas a cada postulante. A pesar de todo el espectáculo, la injerencia política directa en todo el proceso, quedó esta vez expuesta mostrando que, reformar la justicia con los mejores “de chaleco o poncho”, nunca fue un objetivo (“Entrevista favoreció candidatos”, P7, 11.09.17; “Reacciones a un estudio sin seriedad ni validez”, P7, 16.09.17).
Específicamente, 24 horas antes del anuncio oficial, identificamos a 33 de los 36 postulantes que la ALP eligió como candidatos para la elección judicial. Logramos esta predicción usando solo las notas de la calificación en las entrevistas –sin considerar méritos o exámenes. La probabilidad de acertar 33 de 36 nombres de una lista de 76 postulantes, es prácticamente nula (una posibilidad entre más de 100 mil millones), lo que elimina la “suerte” como causa del acierto: la conclusión, inescapable, es que el proceso obedeció a criterios estrictamente políticos, ya que la selección final incluye a postulantes aplazados en méritos o en el examen.
Como no podía ser de otra manera, el resultado es el nuevo desastre judicial que, esta vez, ha llevado la chicana y las malas artes procesales, a los más altos tribunales, marcando el colapso terminal de la “majestad de la justicia”.
En este contexto, el ministro Lima dice “no saber cuándo la justicia podrá ser independiente”, pero propone reformarla negando de forma explícita la posibilidad de remover –menos aún de juzgar– a los “desmerecidos personajes” que se nos impuso políticamente en 2017, y que han socavado los cimientos de la democracia y de la seguridad jurídica, causado un gran daño a la institucionalidad boliviana. Lo que el ministro propone, equivale a pedir que la sociedad juegue una “ruleta rusa” con ingeniosas “reglas Lima”: a) se cargan con balas todas las antecámaras del revolver; b) nos asegura “la ventaja” de disparar primero; y, c) nos garantiza jueces suficientes e imparciales para certificar el resultado. Es decir, la reforma Lima es suicida para la sociedad.
Para construir una “estructura de justicia real”, el problema a resolver hoy, no son las normas, las cantidades, ni los procedimientos; es la existencia de una banda de desmerecidos personajes, ilegítimamente empoderados para cambiarlas a su discrecional antojo. Apremia identificar y colocar, en los tribunales superiores, a las y los “ética y académicamente mejores”, para que conduzcan, de forma autónoma y sin injerencia política, la real “reforma refundacional” de la justicia, sentando cimientos sólidos, de principios y valores, que garanticen la estabilidad de la estructura conforme se la construye, siguiendo una secuencia de prioridades generadas por la estrategia nacional de desarrollo socio-económico sostenible.
La Constitución Política del Estado garantiza, como un derecho ciudadano fundamental, el acceso a una justicia independiente, oportuna y transparente: los administradores del Estado, que han jurado cumplir y hacer cumplir la CPE, tienen la obligación de entregarnos esa justicia “aquí y ahora”, sin disculpa posible. Pero, si el propio ministro de justicia dice que no sabe cuándo podría haber esa justicia –lo que hace que su gestión sea parte de “la justicia corrupta que apesta”, ¿por qué y cómo espera que, la ciudadanía, obedezca normas derivadas de una CPE que se lee y aplica discrecionalmente, y, además, apoye una reforma que no quitará ni la corrupción ni la pestilencia a la injusticia?
No olvidemos que la sociedad civil somos los mandantes, y los funcionarios nuestros mandatarios; cuando éstos pierden la vergüenza, la sociedad les pierde el respeto, y la historia los juzga.
Enrique Velazco es físico químico, especialista en desarrollo y empleo