El fallecimiento de Marco Aramayo, exdirector ejecutivo del Fondo Indígena, quien fuera sacrificado por el poder político para evadir las culpas de los verdaderos responsables de este escandaloso caso de corrupción y despilfarro de los recursos públicos, ha recordado a los bolivianos que tenemos un estado donde la justicia mata por la indefensión jurídica y donde la impunidad se impone por la ausencia de un estado de derecho basado en la independencia de los tribunales. Abuso, injusticia, corrupción e impunidad parecen ser los ejes sobre los cuales gira la acción de un estado que no termina de construirse cuando nos acercamos al bicentenario de creación de la Republica.
La infamia, esa palabra definida en la lengua española como maldad o vileza, descrédito o deshonra, se manifestó en toda su crudeza en la persecución por la justicia (vaya contradicción) a una persona en la que se procuró concentrar todas las culpas para evitar que quienes tomaron las decisiones sobre la malversación de estos recursos estatales fueran procesados como correspondía.
En el fondo, las decisiones políticas vinieron del más alto nivel del estado, aunque en lo formal la instancia responsable era un directorio compuesto por varios ministerios y las organizaciones campesinas afines al oficialismo, lo que comprobó una vez más en lo que termina la corporativización del estado, en el que se confunden el interés del partido de gobierno y de quienes lo dirigen, sacrificando el interés colectivo que se ufanan de representar y defender.
En el Fondo Indígena todo falló, como sucede en un Estado con funcionarios y recursos pero sin instituciones. La politización del aparato publico y sus nefastas consecuencias se condensaron en un solo caso para mostrar los perniciosos efectos de la apropiación partidaria del aparato público para fines políticos particulares. Paradójicamente, quienes hicieron gala de nacionalizar las empresas que habían sido capitalizadas, privatizaron en los hechos una entidad para convertirla en un ente financiador de campañas electorales mediante la compra de sus dirigentes con los dineros del Impuesto Directo a los Hidrocarburos (IDH), que debían financiar proyectos de desarrollo para los pueblos indígenas.
Y es que las principales víctimas de este escandalo fueron los pueblos indígenas que vieron su causa deslegitimada, sus organizaciones prostituidas y sus dirigentes vergonzosamente comprados y sujetos al chantaje político por el mal manejo de los recursos que habían percibido en sus cuentas personales.
Sí, en sus cuentas personales, cientos de millones transferidos a cuentas particulares. Todavía recuerdo, cuando revisando un informe de auditoría que había recibido en respuesta a una Petición de Informe Escrito que había presentado como Senador, vi en una nota al final del reporte que tímidamente mencionaba que en la anterior gestión se habían depositado los dineros del fondo en las cuentas bancarias de los dirigentes y no en las cuentas de las entidades ejecutoras de los proyectos.
Después de muchos meses de insistir, recibí la respuesta a los requerimientos que oficialmente había presentado en cumplimiento del mandato constitucional de fiscalización. La sorpresa fue mayúscula, de los 1.100 proyectos aprobados, 1048 recibieron transferencias a las cuentas particulares por un monto 692 millones de bolivianos, lo que significa que más del 95% de los recursos que se llegaron a desembolsar, se depositaron en las cuentas de los dirigentes. Nunca hubo una verdadera rendición de cuentas sobre el uso de estos recursos, ni se estableció con claridad la responsabilidad de quienes tomaron la decisión de realizar estos depósitos en cuentas privadas, contraviniendo toda la normativa.
Se podrían escribir cientos de artículos y libros sobre el caso del Fondo Indígena, mi conclusión es que el problema de fondo es que nada cambió ni nada aprendimos desde que en el 2013, aparecieron las primeras denuncias sobre los malos manejos de los recursos de estos proyectos y esa debiera ser la preocupación de fondo sobre el futuro del país, pues así no habrá seguridad ni desarrollo para los ciudadanos.
Oscar Ortiz Antelo ha sido senador y ministro de Estado.