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De frente | 11/10/2022

El estado de la democracia a 40 años de su recuperación

Oscar Ortiz
Oscar Ortiz

Su mayor problema, la debilidad de sus instituciones; su mayor fortaleza, la profunda convicción democrática de su pueblo. Al cumplirse cuarenta años de la recuperación democrática los bolivianos debemos cuestionarnos qué grado de democracia tenemos y, lo más importante, cómo debemos avanzar hacia una democracia plena que garantice efectivamente las libertades y derechos fundamentales de sus ciudadanos, cual es el fin último y principal de un estado y de una sociedad democrática.

Cuando hablamos de recuperación democrática, nos referimos a la última ocasión en la cual el gobierno y el poder se entregaron a las autoridades electas por el voto popular, el 10 de octubre de 1982, inaugurando el periodo democrático que actualmente vivimos, en cuanto a gobiernos electos por el voto popular.

Sin embargo, cuando analizamos la historia nacional, se pierde la perspectiva histórica, por el relato surgido alrededor de la Revolución Nacional, de que los bolivianos prácticamente no hemos conocido la democracia entre 1952 y 1982, con excepción de breves intervalos de tiempo, lo que puede explicar nuestras enormes dificultades para construir la institucionalidad democrática y las tentaciones autoritarias en las que caemos reiteradamente.

Aunque la Revolución Nacional adoptó reformas profundas como el voto universal, una de las bases fundamentales para que se cumpla el principio de igualdad ante la ley sobre el que se cimienta el sistema democrático, en los hechos tuvo como origen la toma violenta del poder y como continuidad la permanencia en el poder mediante la violencia política y el fraude electoral, con lo que se establecieron prácticas que han influenciado la forma de hacer política durante las décadas posteriores.

En mi opinión, sin lugar a dudas, el periodo de mayor florecimiento democrático se dio durante los años noventa cuando hubieron las más importantes iniciativas de construir instituciones y se conformaron los altos tribunales del estado con profesionales destacados que trabajaron seriamente para forjar entidades baluartes de la democracia, como la Corte Nacional Electoral, la Corte Suprema de Justicia y el Tribunal Constitucional, entre otras, las cuales garantizaron un periodo de libertad política, alternancia en el poder y resultados electorales confiables y aceptados por la ciudadanía. Sin embargo, al cumplirse los mandatos de estos primeros notables, los partidos gobernantes de ese periodo cayeron nuevamente en la tentación de controlar las instituciones y se interrumpió el proceso de desarrollo de la institucionalidad democrática.

A partir del 2006, con los gobiernos del MAS, el país aprendió que un gobierno con mayoría electoral no garantiza por sí mismo la libertad y los derechos de los ciudadanos, si los gobernantes no se sujetan al estado de derecho y reconocen, respetan y se someten a la independencia de la justicia. También, la sociedad boliviana aprendió que un gobierno electo por el voto popular podía violar gravemente los derechos humanos, acabando con la narrativa de que estos eran un tema que se concentraba exclusivamente en los abusos de los gobiernos militares contra quienes buscaban recuperar la democracia. En el fondo, se demostró que un gobierno electo que no se sujeta al estado de derecho puede ser igualmente de abusivo que las dictaduras del pasado, aunque con formas aparentemente legales.

Cuarenta años después, y a tan solo a tres años de cumplir el Bicentenario de la República, las principales amenazas a nuestra democracia son la desinstitucionalización del Estado, la corrupción en la administración pública, el sometimiento de la justicia al control poder político y la amenaza que representa el crimen organizado, por su injerencia en importantes entidades responsables de la seguridad del estado y la administración de la justicia.

Cuarenta años después, la esperanza y la principal fortaleza de la democracia Bolivia, radica en la profunda convicción democrática de su sociedad civil, que no renuncia a su derecho a vivir en libertad y, con su activismo y ferviente dinamismo, continúa llevando en sus espaldas el futuro de la democracia.

Óscar Ortiz ha sido senador y ministro de Estado

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