La gente esperaba un Arce menos
agresivo o de agresividad disimulada y, cuando apareció, los bonos del
presidente en las encuestas comenzaron a subir. De un estudio a otro hay pocas
diferencias: más del 50% aprueba la gestión y se insinúa también un mayor
optimismo respecto al futuro.
Se confirma también que la oposición pasa por un mal momento. Por ahora no hay un solo líder que aparezca en la lista de las preferencias, al extremo que si las elecciones fueran la próxima semana los votos se distribuirían entre los candidatos disidentes u oficiales del MAS.
¿Qué pasa con la oposición? Varias hipótesis. Pagó las consecuencias de un gobierno fallido de transición. Continúa apostando a un discurso racional en un espacio político donde los impulsos y las emociones valen más que las razones. Hay candidatos de última hora, pero no líderes de los procesos. Las clases medias dejaron las calles y volvieron al escenario menos amenazante de las redes.
Aunque cada vez más distante en el tiempo y por tanto menos relevante como línea de base para la construcción de la narrativa oficial, la transición de 2020 continúa siendo el terreno gelatinoso donde naufragan por igual los participantes directos e indirectos. Abrumados por juicios y la persecución, los primeros quedaron al margen, mientras que los segundos han optado por la ausencia o una suerte de clandestinidad que es la vía más directa al olvido.
De vez en cuando se escuchan críticas o pronunciamientos, pero siempre desde una racionalidad absolutamente ineficaz para llegar al sentimiento de los ciudadanos.
Como en las elecciones de 2005, cuando al movilizador “ahora nos toca” del MAS se opuso equivocadamente la estrategia del miedo al otro y a la incertidumbre del cambio, cuando se pretendió que lo que estaba en juego era una disputa entre la “ignorancia” de un candidato versus la “inteligencia” del adversario o el caos contra el orden, con una referencia velada al blanco/indio como opción de voto entre el “bien” y el “mal”, también ahora se cometen errores estratégicos y discursivos similares.
La insistencia en que se ha equivocado el rumbo de la economía y en construir la narrativa sobre un pronóstico negativo no ha tenido el mejor impacto. Como consecuencia, los estudios así lo confirman, frente al pesimismo la gente prefiere pensar que las cosas no pueden ir peor de lo que están y alienta un mejor futuro, aunque sin bases estrictamente racionales que sustenten su creencia. La sensación térmica se impone nuevamente a la “temperatura” real.
Puede ser que las cosas no vayan tan bien y que en el mediano plazo las consecuencias vayan a sentirse con más rigor en los bolsillos de la gente y el bienestar de sus familias, pero no parece el mejor momento para lanzar las advertencias o para afirmar, más adelante, “yo se los dije”. Por alguna razón – obviamente el término no es preciso -, la mayoría no espera la “verdad”.
Si el debate se centra en la economía, más allá de las observaciones de algunos opositores, ese es un campo que favorece al gobierno porque durante más de una década se encargó de mostrar un país de estadísticas positivas y de crear un clima de optimismo que permanece como un elemento determinante en la memoria colectiva. Y, además, tiene a mano el descalabro económico que acompañó la pandemia, que es menos visto como secuela de la crisis sanitaria que como consecuencia de un mal manejo durante la transición.
Con justicia y corrupción, la discusión gira en torno a cuándo fue peor y lamentablemente no tiene un ganador. ¿Quién puede decir que lo hizo mejor si ambos problemas tienen una larga historia que abarca a prácticamente todos los gobiernos democráticos? El descreimiento ciudadano frente a estos temas afecta por igual a ambos y todavía no hay quién pueda enarbolar esa bandera con la autoridad moral necesaria.
Una oposición sin partidos es solo una oposición de futuros candidatos y los candidatos son insuficientes para construir proyectos. Basta mirar lo que ocurre con agrupaciones como Comunidad Ciudadana, con una bancada sin línea, ni propósito y con algunos asambleístas más expuestos a sucumbir a las tentaciones del oficialismo que a las instrucciones de una dirigencia nacional debilitada. Ni qué decir de la Democracia Cristiana, vehículo temporal de candidaturas.
¿Y qué fue de las clases medias que votaron en contra de la reelección en febrero de 2016 y que se movilizaron a fines de 2019 hasta conseguir la renuncia de Evo Morales? En lo inmediato sus preocupaciones no pasan necesariamente por la política y mucho menos por el activismo. Es una ciudadanía con más decepciones que banderas y con urgencias más individuales que colectivas. Se expresa con menos entusiasmo que antes desde las redes, tal vez porque si antes la unía la defensa de la democracia – que sumaba por igual a conservadores y progresistas - , hoy no puede ser vista como un todo. Y es que no se puede ser demócrata y racista, demócrata y homofóbico, demócrata y machista, demócrata e indiferente a la suerte que corre el planeta. Hay otras temas y nuevas tareas.
Por todo lo anterior, Luis Arce y sus asesores, posiblemente hayan decidido no promover una imagen en oposición a un adversario ideológico por ahora inexistente o irrelevante y mucho menos contra líderes sin respaldo, sino hacerlo más bien contra un enemigo íntimo, Evo Morales, lo cual les garantiza no solo desprender al MAS de incómodo estigma cocalero, sino gestar una disyuntiva electoral futura en la que incluso algunos sectores de la clase media podrían alinearse a una eventual candidatura a la reelección del actual presidente, con tal que Morales no vuelva al poder. Así ganan Arce y el MAS y pierde terreno la oposición. La estrategia parece haber funcionado hasta ahora. Los número así lo revelan.
Hernán Terrazas es periodista y analista
@brjula.digital.bo