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Tinku Verbal | 30/09/2018

El día que lloré (en un partido de fútbol)

Andrés Gómez V.
Andrés Gómez V.

Derramé lágrimas varias veces, algunas cayeron en los ríos del olvido y otras, en el surtidor de los recuerdos como las del 25 de julio de 1993, domingo invernal.

Estaba en la curva norte del estadio Hernando Siles, debajo del tablero. Estaba con dos amigos en una multitud que coreaba el contagiante: Bo, Bo, Bo. Estaba entre los miles que Jorge Luis Borges despreciaba por ser almas poseídas por el fútbol.

No sé si pasó exactamente como recuerdo, pero los hechos son como se quedan en la memoria y no siempre como realmente sucedieron.

Después de un primer tiempo de cero a cero, y cuando el sol ya quería irse a casa porque se estaba enfriando, el inteligente Melgar entregó la pelota al Diablo Etcheverry -vaya apodo para un cristiano que se persignaba siempre al entrar al campo de juego- que hamacó la pelota con su pie izquierdo, en el área grande del arco del brasileño Taffarel.

Cuando iba a cambiar de pierna para mandar el balón a las redes, un brasileño se lo impidió por detrás y el árbitro pitó penal. La cancha estalló de júbilo como un coliseo romano cuando el gladiador condenado a muerte vencía contra todo pronóstico.

Luego cayó en un silencio de cementerio de pueblo abandonado; Sánchez no pudo marcar el 1 a 0.

No sé por qué, en ese momento, mi memoria hojeó en las páginas de las eliminatorias de 1990, cuando no pudimos ir a Italia por un gol, ni siquiera por un punto, un gol. Esa vez ya teníamos una Selección de utopía realizada con un Erwin Chichi Romero que mareaba a tres en un metro cuadrado o desmontaba la defensa más espartana con un geométrico pase a velocidad luz.

La frustración estaba a tres minutos de repetirse. El minutero corría más rápido que nuestros jugadores y el partido agonizaba. La desesperanza comenzaba a sentarse en las tribunas.

Pero Etcheverry iba a driblar todos los fracasos a los 87 minutos. Tomó el balón en la media cancha del lado izquierdo y lo imantó a su zurda… y corrió… y corrió… con su ensortijada melena al viento. Gambeteó a un brasileño, tropezó con otro, pero la pelota no se separaba de él o él no se separaba de la pelota (yo creo que ambos tenían un pacto).

Ya en el límite norte de la cancha, otro brasileño le bloqueó el paso, y después de dos amagues pateó con la izquierda, sin mucha fuerza, hacia donde sea, pero al arco, con tal fortuna de los genios que el balón pasó sonriendo entre las piernas del defensor, resbaló dejándose fotografiar entre la manos de Taffarel, besó guiñando el taco izquierdo de éste y por voluntad propia se metió en el arco burlándose de los 40 años de invicto del poderoso Brasil.

…Y el Hernando Siles explotó.

Los ecos de esa explosión se escuchan hasta hoy. Viajan desde hace 25 años hacia el futuro como el Big Bang, que fue escuchado por los científicos 15.000 millones de años después. Hasta aquel momento, habíamos vivido escuchando la resonancia del Sudamericano del 63. Cada año revivíamos una proeza que millones no habíamos vivido.

Ese frío domingo sentí por primera vez en carne propia la caricia de un triunfo nacional.

Cuando ya queríamos que acabe el partido, tomó otra vez la pelota Etcheverry en el lado izquierdo del medio campo y lo transfirió con su diestra zurda a los pies de Álvaro Peña, que encaró el arco rival decidido a ser una gloriosa página de la historia y clavó el balón en el lado que más dolió a Brasil: el orgullo.

La cara de gol de Álvaro, cargada de lágrimas retenidas, era en realidad el rostro de un país que, hasta esa tarde, sólo había metido goles al arco de la decepción.

El desconocido de la izquierda me estaba abrazando, luego el de abajo y los otros también. Hasta ese instante, sólo había llorado de tristeza.

Estaba ebrio sin haber consumido una gota de alcohol.

Cuando finalizó el partido, supe que íbamos a clasificar a USA 94.

El domingo 19 de septiembre lo esperé con la confianza de un gallo de primera. Ecuador ya estaba eliminado y nosotros habíamos vencido las restricciones mentales y las inhibiciones psicológicas.

El gol de Ramallo provocó una catarsis social que hizo olvidar el mar, las pérdidas territoriales, los malos gobiernos…

Han pasado 25 años y tres nuevas generaciones de bolivianos no han sabido aún cómo se siente vencer al fracaso en un estadio.

Andrés Gómez Vela es periodista.



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