¿Es cierto que todo déficit fiscal lleva inexorablemente a un proceso inflacionario que podría ser desastroso para el conjunto de la economía? En la teoría, un aumento de la masa monetaria, la oferta de dinero, crea mayor demanda por activos extranjeros (dólares), presiona las RIN e induce a la depreciación de la moneda nacional; si el Gobierno emite dinero “inorgánico” para gastar y pagar el servicio de su deuda, es inevitable la depreciación continua, que es inflación; para frenar la inflación, el Gobierno vende bonos con tasas de interés más altas para sacar circulante, aumentado la deuda pública y bajando el atractivo a las inversiones; ante la subida de precios, los trabajadores amenazan con paros y otras formas de presión, aumenta la espiral ascendente de precios y salarios y se refuerzan las presiones inflacionarias.
Los problemas con este “relato”, son que, primero, es falso suponer que los gobiernos tienen las mismas limitaciones que un presupuesto familiar y que no pueden incurrir indefinidamente en déficit; segundo, porque supone que la emisión de moneda todavía es un proceso mecánico condicionado por el respaldo de un activo físico (oro); y, tercero, porque lleva a las políticas erróneas que normalmente “benefician a los pocos en detrimento de los más pobres”.
Lo real, es que, sin excepciones, todos los gobiernos del mundo han tenido largos períodos de déficits fiscales: de hecho, como el Gobierno es el único que puede emitir la moneda nacional, la única manera que el sector privado (familias y empresas) ahorre, es si el Gobierno incurre en déficit (gasta más de lo que recauda): por esta razón, a diferencia de un hogar, cuya capacidad de gasto está limitada por su ingreso, el Estado nunca dejaría de honrar deudas denominadas en su moneda.
Por supuesto, un gasto público descontrolado puede iniciar una inflación, en especial si hay limitantes o cuellos de botella en la capacidad productiva de la economía para satisfacer una mayor demanda por bienes y servicios. Pero pasar de esas situaciones extremas a generalizar que todo déficit como inflacionario, hay mucha distancia.
Desde que se abandonó el Patrón Oro (en 1970) que obligaba a que toda emisión de dinero tenga como respaldo un aumento equivalente de reservas nacionales de oro, todo el dinero, a nivel mundial, es dinero fiduciario (sin respaldo en activos reales). El valor del dinero está determinado por factores subjetivos entre los que resalta la confianza de la gente en las políticas de sus respectivos gobiernos. Las ideas que los gobiernos gastan “los ingresos que reciben por impuestos” o “los ingresos por bonos que emiten” o que “imprimen billetes”, no tienen ya relación alguna con en el mundo real.
Con el dinero fiduciario, el circulante y el gasto público ingresan a la economía a través de registros digitales en el sistema bancario y es cada vez menor el rol del dinero físico. Como bien apunta Bill Mitchell, “no hay, en ninguna economía, evidencia de efectos directos, hacia la depreciación con inflación, por el aumento de los precios de sus importaciones. Es más ¿por qué el público japonés mantiene los bonos del Gobierno en yenes y por qué el yen no se hundió por su enorme déficit fiscal, los bonos del Gobierno y los programas masivos de expansión cuantitativa? ¿Por qué Japón lucha contra presiones deflacionarias –en lugar de inflacionarias– desde la década de 1990, dada su política fiscal y monetaria? En ese contexto, ¿cómo el banco de Japón pudo controlar los tipos de interés y los rendimientos de la deuda pública a pesar de masivos programas de recompra de bonos? O, en otro caso, ¿por qué la demanda de bonos australianos –en dólares australianos– es tan fuerte a pesar de sus déficits externos desde la década de 1970 y de que incurre en déficits fiscales de diversa magnitud regularmente?”.
En resumen, a nivel agregado, no existe evidencia empírica documentada que vincule déficits fiscales con fluctuaciones monetarias: los déficits, inexorablemente, no generan inflación ni tasas de interés más altas ni obligan a depreciar las monedas.
En una economía en crecimiento, con altos niveles de empleo y generación de riqueza, es poco probable que en el curso normal de los acontecimientos, quienes reciben la moneda nacional como pago traten de cambiarla por activos extranjeros. El punto es que, individualmente, las personas eligen en qué moneda mantiene sus activos a partir de sus propias percepciones de la realidad y de la confianza que tenga sobre el manejo general de la economía.
La magnitud del déficit en Bolivia no es entonces el problema central (por ahora). El problema es que ese déficit financia insostenibles y mal dirigidas subvenciones y que éstas alientan actividades rentistas, ilegales o delictivas –minería de oro, contrabando (bidireccional), lavado de dinero, etc.–, que junto al tipo de cambio fijo, abastecen el mercado interno y mantienen la inflación bajo control, a costa de destruir lo poco que ya queda del aparato productivo; pero, claro, genera enormes rentas para quienes “saben hacer negocios”: ¿recuerdan al diputado “chutero” que sacó del país 50 millones de dólares cuando empezaba la crisis del dólar? ¿Fue un caso único?
Paradójicamente, en la práctica, a pesar de aparentemente irreconciliables posturas políticas entre el socialismo del Siglo XXI frente a las de defensores del mercado, para quienes “las rentas son riqueza”, en la práctica confluyen en el rentismo porque ambos justifican que los “negocios dirigen al negocio”, sin importar los serios efectos negativos, reconocidos por el FMI/BM hace una década, que tienen las rentas sobre la calidad del crecimiento en lo productivo, social, y ambiental. Parece que las cegueras ideológicas y las teóricas llevan al mismo fin.
Insistimos, como lo venimos haciendo por casi 40 años, que solo empezaremos a encontrar las soluciones reales al subdesarrollo cuando recordemos que, en una economía saludable, es la producción la que justifica, encausa y sostiene los negocios. Nunca al revés.
Enrique Velazco Reckling, Ph.D., es investigador en desarrollo productivo.