El Gobierno boliviano acaba de anunciar con gran entusiasmo la llegada al puerto de Arica (Chile) de 366.000 barriles de diésel enviados por Rusia a nombre de la estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB). Los medios de comunicación gubernamental están difundiendo la noticia como un logro extraordinario de la reciente visita de Luis Arce a su homólogo ruso, Vladimir Putin.
Si bien pareciera a primera vista que son muchos barriles de diésel; en realidad, representan un alivio transitorio y bastante modesto en comparación con el tamaño de nuestras urgencias y necesidades. Teniendo en cuenta que el consumo de diésel a nivel nacional está por encima de 40.000 barriles diarios, el combustible ruso solo alcanza para nueve días de abastecimiento. Al menos harían falta la llegada de dos cargamentos cada mes, pero es improbable que el acuerdo tenga ese alcance, ya que, de ser así, un decreto presidencial habría ordenado celebraciones y feriados en todo el país.
Rusia, por supuesto, tiene sus razones para responder a la señal de auxilio del Gobierno boliviano. Debido a las sanciones internacionales impuestas por la guerra con Ucrania, está buscando nuevos compradores para reemplazar a los países europeos, que eran su principal mercado antes de la guerra. Al día de hoy, Turquía es el principal socio comercial con operaciones cercanas a los 360.000 barriles por día, seguida por Brasil, que importa 200.000 barriles, además de China, India y otros países. El combustible ruso se ha vuelto atractivo a nivel mundial porque se comercializa con un descuento de 20 a 25 dólares por tonelada en comparación con el precio internacional.
Aunque el flujo comercial con Bolivia es minúsculo, Rusia se esfuerza por maximizar su influencia política desde los tiempos de Evo Morales, porque su principal foco de atención radica en los mercados estratégicos y negocios de largo plazo. Los capitales rusos no tienen presencia directa, sino que operan a través de terceros. Por ejemplo, según un estudio de Stefanov y Vladiminov, las petroleras rusas Lukoil y Gazprom figuran en los registros bolivianos como inversiones neerlandesas que forman parte del negocio de exploración y explotación de hidrocarburos. Lukoil controla el 20% del proyecto del campo gasífero de Incahuasi y desde el 2016 es socio de YPFB y Total en varios otros proyectos de exploración.
Por su parte, Gazprom consiguió un contrato de más de 1.000 millones de dólares para el desarrollo del campo petrolero de la reserva de Vitiacua. También perforó en 2020 un pozo exploratorio de 5.830 metros de profundidad en Ñancahuazú-X1. Aunque esta inversión resultó en un fracaso, la petrolera declaró ante sus accionistas rusos que durante el proceso “ha adquirido una experiencia técnica y operativa única”.
A su retorno de Rusia, el presidente Arce anunció que, además de las gestiones para el abastecimiento de carburantes, la agenda bilateral avanzó en temas como tecnología nuclear e industria del litio. Lo primero ya tiene como antecedente el centro de tecnología nuclear instalado en la ciudad de El Alto y, en cuanto al litio, Bolivia firmó un acuerdo con la empresa rusa “Uranium One Group” para construir una planta piloto con tecnología de Extracción Directa de Litio (EDL) en el Salar de Uyuni, cuya capacidad de producción alcanzará 14.000 toneladas de carbonato de litio por año.
En términos comerciales, Bolivia tendrá que pagar unos 60 millones de dólares por el cargamento que está en Arica y no tenemos certeza sobre futuros suministros. A cambio, Rusia acaba de asegurarse el consentimiento del Gobierno boliviano para la continuidad y ampliación de la presencia de sus empresas en los millonarios contratos de exploración petrolera que, invariablemente, acabaron en fracasos. También se asegura la construcción de la planta de litio por 400 millones de dólares.
En síntesis, Rusia tiene intereses propios en Bolivia, pequeños en términos económicos para el tamaño de su poderío, pero finalmente utilitarios para sus cálculos geopolíticos y, sobre todo, para sus intenciones de consolidar a favor suyo la dependencia política de los gobiernos latinoamericanos en apuros.