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11/02/2024
Raíces y antenas

De La Paz a Buenos Aires, 4 días y 3 noches

Gonzalo Chávez
Gonzalo Chávez

Domingo de Carnaval. Pausemos la coyuntura para hablar de trenes. En los años 60 y 70, la única manera accesible de ir de La Paz a la cosmopolita Buenos Aires era viajando de tren. Este atravesaba buena parte de Argentina y Bolivia.

La mejor manera de hacer esta travesía era, sin duda alguna, en coche-cama. Estos eran unas espectaculares bodegas inglesas divididas en pequeñas cabinas, de esas que aparecen en las novelas de Agatha Christie. Había dos camas forradas de un fino cuero, una arriba y otra abajo. Tenía, además, un lavamanos de cobre con agua limpia. El camarote estaba decorado al estilo victoriano con un revestimiento de madera oscura y olor a tradición.

En la época de vacaciones probablemente salían dos o tres camarotes por viaje, acompañados de un coqueto coche comedor en el que servían el almuerzo y la cena al estilo francés con manteles primorosos y garzones de guantes blancos. Las comidas eran de cuatro pasos. Una entrada ligera, una sopa suculenta, un segundo de chuparse los dedos y un postre maldito. Cuando era niño viajaba en este tren de lo que técnicamente se conocía en la época como “pavo”, es decir, sin pagar el pasaje, pero no clandestino, porque todo el tren y sus pasajeros me conocían. En la época, mi padre, encargado de este hotel rodante, vestía orgulloso un elegante uniforme con gorra ferroviaria.

Por supuesto, el tren atravesaba una espectacular geografía entre ambos países; entre tanto, de niño yo dividí el viaje entre las comidas servidas a lo largo del trayecto tanto en las estaciones en las que paraba el tren como en los almuerzos del coche comedor.

Partiendo de la estación Central en la zona norte de La Paz, después de una hora de viaje llegábamos a El Alto, donde nos abastecíamos de un apthapi espectacular: huevos duros, pero lozanos, un surtido de papas comandadas por las imillas, las purejas reventadas como pipocas y las papas negras de cáscara súper gruesa. No podía faltar unas ocas pendencieras que se notaba que habían adquirido un bronceado color api a un sol de 4.000 metros de altura. No podía faltar en esta delicatesen andina el queso Collana, tostado con manteca de cerdo feliz y, claro, su ají amarillo en bolsa nylon.

En Oruro, donde las malas lenguas dicen que la vida es dura cuando no hay carnaval, el cocinero del coche comedor se abastecía de charque azul de frío y de unos pejerreyes plateados, que venían directamente, muy frescos, del Lago Poopó. Se decía que el chef del coche comedor había trabajado en el Club de La Paz y tenía una pasantía en el mercado Lanza, como ayudante de la señora Bolita. Con estos ingredientes, el cocinero preparaba un charque mechado a mano brutal, que jamás entraba entre los dientes y un pejerrey a la romana rebozado con huevos criollos y harina argentina, acompañado de unas papas altiplánicas al perejil virgen. Algunas horas después llegábamos a Uyuni donde unas señoras, de lentes oscuros, vendían conos de ispis con la sal de lugar.

Después de una noche de viaje llegábamos a media mañana a Tupiza, que era un ensayo del paraíso culinario. En el andén del tren nos esperaban otras señoras cargadas de enormes canastas, de donde florecían tamales como racimos de uvas, gigantes y humeantes que destilaban un ahogado rojo, pecado picante. Desde las ventanas del camarote comprábamos decenas. Los tamales venían envueltos en papel blanco y forrados con el periódico de la página deportiva del domingo, para que mantengan su temperatura. Desvestir a los tamales de sus encajes y chalas era todo un arte. Y la sed que causaban eran de otro planeta que solo se atenuaba con unos jugos de mocochinche preparado por un aquelarre de abuelas y brujas tupiceñas. Las bolas del jugo de orejón eran enormes y carnudas.

En Villazón, en cuanto una locomotora argentina comenzaba a remolcar los coche camas ingleses, le cascábamos unas salteñas potosinas con Sinalco, que defendían con dignidad, desde la frontera, la gastronomía e industria nacional.

Ya en La Quiaca, Argentina, comenzaba el recorrido a Buenos Aires. El tren tenía una tripulación variada, pero la mayoría era oriunda de Villazón y Tupiza quienes, antes de llegar a la quebrada de Humahuaca, cambiaban de acento y se convertían en gauchos cerrados. Me saludaban con el clásico: “Que hacés, papa frita”. Por supuesto en Jujuy y rumbo a Salta comenzaban a desfilar, sin pudor, los bifes de chorizo de carne argentina. A medida que avanzaba el tren rumbo a la capital, los cortes se hacían más sofisticados: ojo de bife y asado de tira, carnes que cortábamos con cuchara. También daban el aire de su gracia, como se dice en portugués, los tremendos sándwiches de mortadela. Eran tan abundantes que daba la impresión de que uno se comía los pliegues de una chanchita gorda y feliz. Rebalsaban de los panes franceses.

Asimismo, aparecían las medias lunas, las facturitas y los palitos de pan en bolsas de papel y, por supuesto, el vino barato. ¿La dosis? Un chorrito de vino Toro –en cuya etiqueta decía: “Si vino al mundo y no toma vino. ¿A qué vino?”– con soda de sifón.

A lo largo del camino, en varias oportunidades, con la complicidad de maquinistas y camareros bolivianos y argentinos, yo subía encima del techo del tren. Ellos me decían que los aires de los techos me harían pasar la cara de adolescente y la actitud arrabalera que ya se asomaba vertiginosa en mi humanidad.

Era una experiencia brutal llegar a Buenos Aires, la Europa latinoamericana, vital y gritona. Los compañeros ferroviarios argentinos tenían un hotel espectacular y una sede gigantesca en las cercanías del barrio de Boca. En la sede social de esos trabajadores, en la entrada principal, había una foto de cuerpo entero de Evita Perón, “la madre de los obreros”, como la conocían en esa época.

Los compañeros ferroviarios de la hermana república de Argentina nos trataban a cuerpo de rey. Hacían aparecer media vaca en unas parrilladas de padre y señor mío. Jugábamos billar y tenis y, cuando había tripulación del tren boliviano suficiente, se organizaban campeonatos de fútbol. Era una confraternización intensa y cariñosa.

La vuelta en tren a la patria era similar en la alimentación, pero veníamos cargados de revistas espectaculares como Billiken, una revista infantil llena de divertidas manualidades e informaciones inútiles; El Gráfico, donde se estampaban las grandes jornadas del fútbol argentino; Las aventuras de Patoruzú, una lectura citadina y deslactosada de un indio pampeño; o las ocurrencias de Isidorito Cañones, un porteño mujeriego y frívolo. El retorno se hacía más rápido con la lectura y las montañas de alfajores, turrones, cremalines y dulce de leche. El tren volvía cargado de historias y mucho comercio legal e ilegal. Eran épocas donde el tipo de cambio en Bolivia se devaluaba con frecuencia.

Por supuesto, mi dejo argentino llegaba pulido e irritaba a mis hermanos y coterráneos de Villazón. Durante mi niñez y primera juventud fui decenas de veces a Buenos Aires, lo que seguramente despertó, tempranamente, mi vocación de economista.



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