Quienes tuvimos la oportunidad de ver la versión paceña del musical de Broadway, Avenida Q., hace un par de semanas en el acogedor teatro Nuna, pudimos disfrutar de un espectáculo estupendo.
La obra teatral, inspirada en el programa televisivo Plaza Sésamo, es una comedia para adultos en la que se entremezclan actores con títeres. La trama gira alrededor de un joven recién graduado con expectativas desmedidas y poco dinero que alquila un departamento en el modesto barrio neoyorquino de Avenida Q., donde conoce vecinos peculiares que intentan –como él– salir adelante, y lo acompañan a descubrir su meta en la vida.
Pero no estoy aquí para hacer una reseña, pues para eso hay que tener talentos de los que carezco, sino para anunciarles la buena nueva: no todo está perdido. En esta especie de oscurantismo –que espero no dure mil años–, nos ha tocado ver enfilados hacia la hoguera a varios graciosos acusados de haber ofendido a algún colectivo. Falta que resulta sencilla de cometer en tanto para el tribunal de la corrección (que se alimenta de la hípersusceptibilidad) todo comentario en son de broma es una potencial ofensa. Pero la pieza, que ocupa distintas carteleras, sigue sin ser tocada por el fuego cancelador y persiste en provocar carcajadas.
Cada personaje comienza la obra con un autocompasivo “qué mierda ser yo”, pero aparece el personaje de Gary Coleman para contarles que luego de su papel de Arnold en la setentera Diff’rent Strokes (Blanco y negro), sus padres le robaron su fortuna y nunca más halló un buen empleo. Aquello provoca el coro de los demás vecinos que terminan cantando al unísono: “qué mierda ser tú”.
En otra escena, bajo el eslogan “todos somos algo racistas”, escuchamos chistes sobre negros, sobre judíos y sobre asiáticos. Así, sin desnaturalizar la obviedad de que se trata de bromas que solo pretenden hacer reír al público. Chanzas que, por cierto, alcanzan a gays y a adictos a la pornografía. El grupo de amigos se va fundando desde la franqueza. Sin eufemismos ni condescendencias.
Recordé entonces una comedia argentina sobre una guardia urbana conformada por un trans, un anciano, un ciego, una paralítica, un judío y un boliviano (al que le dicen “el peruano” porque “es lo mismo”). Uno disfruta de la parodia y de su tono sarcástico, que se mofan de esta realidad tan inclinada a dar lecciones morales, pero que es incapaz de exorcizar primero sus demonios.
Otro halo lo trae Ojitos de huevo, una serie en la que los protagonistas son dos jóvenes, uno ciego y otro con parálisis cerebral (interpretados por actores con las mismas discapacidades), cuya narrativa está envuelta en un humor negro algo liberador para quienes elegimos sin injerencias cuándo ofendernos y cuándo no. Pero sobre todo, presumo, liberador para los actores. Y en ese mecanismo de tratarnos por igual y reír por igual, Netflix –que parece estar en un buen camino de retorno– acaba de anunciar la nueva temporada de esta serie con un “se veía venir”; y usando una valla publicitaria se dirige al protagonista no vidente para decirle: “Sabemos que no estás viendo esto, pero ¡va a haber segunda temporada!”.
Desgracias –en mayor o menor medida– nos pasan a todos, pero hay que reír para sanar. El terremoto en México de 1985 causó más de 20.000 muertos y unas 250.000 personas quedaron sin casa. El país quedó devastado. Aun así, los mexicanos después de llorar, reíamos. A los pocos días del desastre, la primera dama de Estados Unidos, Nancy Reagan, llegó de visita y se decía que lo primero que había hecho su par, la anfitriona, fue pedirle disculpas por el desorden…
Recientemente, unos 15.000 bolivianos sufrimos un profundo chasco por la cancelación del concierto que Luis Miguel daría en Santa Cruz. Aunque he sufrido peores cosas, me frustró. Y en pleno intento por superar ese revés llegaron los primeros memes alusivos. Esas distorsiones de la adversidad en forma de videos o imágenes le dieron un giro inmediato a mi ánimo. Al carajo con el Sol de México.
Es que los memes también son un baluarte contra los artificios de los “escrupulosos”. Esos que se pasan extrayendo biopsias de las almas ajenas, esperando encontrar algo maligno. Son la trinchera contra quienes escanean a los que intentamos no caer en el paternalismo porque sabemos de nuestras íntimas miserias y hemos aprendido a reírnos también de ellas.
Quienes carecen de sentido del humor y no han descubierto su efecto redentor, lo tienen más difícil. No solo no distinguen una broma de un insulto, sino que confían en la falacia de que si no ríen son mejores personas, cuando lo que sucede es que les cuesta más reparar sus propias discapacidades.
Por algo Winston Churchill decía: “La imaginación consuela a los hombres de lo que no pueden ser. El humor los consuela de lo que son”.