El deterioro institucional y el descalabro de los gobiernos –desde el de Evo Morales, pasando por el de Jeanine Añez y el de Luis Arce–, han hundido a todo un país en un escenario catastrófico. Y no es grandilocuencia o amarillismo. Ni siquiera es fatuidad o pedantería: sencillamente destrozaron a un país entero. Y ahora, sentados sobre sus respectivas piedras con sus mazos en la tierra, contemplan cómo la población vive ahora en medio de un caos social, una incertidumbre económica y una rabia que cruje en las vísceras de todos.
Todo se pudrió.
Para el filósofo español Fernando Savater, los dos enemigos principales de la democracia son la ignorancia y la miseria. La primera acarrea un riesgo muy peligroso porque atenta contra el tejido social de toda una sociedad y su funcionamiento ya que recae en manos de un grupo de individuos enajenados que implementan leyes o normativas, con una absoluta inopia que realmente es insultante. Cuántos sectores productivos, emprendimientos formales o el desarrollo de actividades económicas legales son afectadas todos los días por decisiones ideologizadas, torpes o sencillamente porque anda a lomo de burro.
La segunda, es aún más compleja porque se trata de gentuza que no le importa en lo más mínimo principios básicos, valores o buenas conductas mínimas. Ya ni siquiera hablamos de buen decoro o de formas mínimas de comportamiento. Literalmente son miserables en toda la extensión de la palabra.
En el terreno político hubo malas ideas, ayer y hoy. Sin duda alguna. Pero este debe ser uno de los tiempos con el mayor desacierto político. El extravío de la clase gobernante –más aún de la oposición– raya en una imbecilidad sin parangón alguno. Ni siquiera los militares y su actitud gorilezca llegaron tan lejos.
Hoy la gente está descalabrada. Sus vísceras crujen como nunca en cada fila kilométrica para cargar gasolina o diésel. Se paran horas esperando un micro que nunca llega con el peso que eso significa de no poder llegar a tiempo al puesto de trabajo o al hospital o al colegio. Su mercado familiar ya no alcanza y el sueldo no ayuda a llegar a fin de mes. Y, al frente, sólo tenemos discursos huecos, peleas personales y visiones romantizadas de un indigenismo que a estas alturas del siglo XXI, francamente son absurdas.
¿Qué nos queda? Entender, aunque sea un mínimo, que la democracia requiere de ciudadanos que crean en ella, que compartan sus valores, que usen el diálogo como una manera de resolver los problemas y que participen activamente para que su voz sea escuchada y sus demandas atendidas. Pero para que esta ecuación funcione, se requiere de ciudadanos bien formados, que estén dispuestos a escuchar a los demás y que tengan la voluntad de cambiar sus puntos de vista, cuando la razón se los indique.
Nadie nace o nació para mandar siempre. Y nadie, obviamente, para ser mandado siempre. El mayor peligro de una democracia es que se configure una casta de “especialistas en mandar” a diestra y siniestra. Son actitudes dañinas y engañosas para toda una población.
Un pedófilo tiene secuestrado a todo un país y un inútil y negligente Gobierno ahogado en una crisis a toda una sociedad. Estos sectaristas sólo buscan de manera denodada que sus gentíos ilegales sean los únicos favorecidos a toda costa. Lo que no nos sirve, debe ser desprestigiado e inutilizado.
El enorme déficit de cultura democrática que acumula este país es monstruoso. El deterioro de las instituciones públicas surgidas e impulsadas por el masismo es tan manifiesta y constante que ya casi nadie lo pone en duda. Hemos normalizado lo irregular.
Este desprecios y desdén hacia los ciudadanos es insoportable. Y sólo se acuerdan de ellos para decir que le dieron poder en unas elecciones. Es una burda expresión de una manera de entender el ejercicio del poder: es un autoritarismo posdemocrático, que comporta una politización deliberada de todos los poderes del Estado.
En cualquier caso, esta idea patrimonial, tan poco democrática, del poder y de la política es un caldo de cultivo extraordinario para la corrupción, que es a la vez efecto y retroalimentación del déficit democrático en Bolivia. Contamina a todo el sistema de arriba a abajo. De esa manera, el evismo y arcismo, contribuyen cada día a la ruina social e individual.