La agencia ANF informó el 13|01|25 que el año pasado hubo 20.942 accidentes de tránsito, con 26.299 personas afectadas y un promedio de cuatro fallecidas por día hasta noviembre. Este año, a la fecha, suman 127 fallecidos en accidentes de tránsito desde enero; 73 durante los cuatro días del carnaval. Esto marca un incremento del 20% respecto a 2024. Esa es la tendencia general, a subir desde hace décadas, de manera que circular en vehículos e incluso caminar, es una actividad de alto riesgo en el país, y sus carreteras, son rutas de la muerte.
Después de cada siniestro hay lamentaciones, llantos que dejan pública constancia del profundo dolor sentido. Duran unas horas y sobreviene el silencio. Hasta la próxima vez, que será pronto, seguro. Sumará y seguirá.
Entre quienes salen a llorar están esos personajes con uniforme verde olivo y altos grados sobre sus charreteras, luciendo una incompetencia y cinismo tales que provocan no solo indignación sino también náuseas.
¿Cómo se atreven a llorar ante los medios, echando toda la culpa de los accidentes a los choferes que conducen peligrosamente? ¿No les da vergüenza suplicarles “por favor” que no ingieran demasiado alcohol cuando van a conducir? ¿Acaso no está prohibido bajo amenaza de sanción? ¿No se ponen colorados al implorar a los motociclistas que usen casco, no rebasen por derecha y no suban a más de una persona a su motorizado? ¿No hay normas al respecto? ¿Acaso no son ellos y sus subordinados, los responsables de prevenir y reprimir este tipo de hechos? ¿Quién diablos sino ellos, están encargados legalmente del orden y la seguridad internos? ¿No reciben un sueldo para eso?
Salta a la vista una primera causa de esta situación: las deficiencias de la (des)institución policial que acumula en su haber cada día más evidencias de incompetencia y corrupción, de punta a canto. Siendo causa, además se ha convertido en uno de los componentes esenciales de la problemática del crimen e inseguridad que afectan a la población.
De la negligencia y corrupción policial se desprende otra incompetencia que atañe a los conductores. No a aquellos que, una vez más por culpa de la policía que incumple su misión, se ponen al volante sin contar con la licencia. No, sino de aquellos que cuentan con licencia y, por tanto, tienen crédito de saber las leyes de tránsito y mecánica automotriz. Más allá de la lamentable apariencia que luce una mayoría de ellos, signo de su baja autoestima y alerta acerca de su estabilidad emocional, los accidentes desnudan que conducen en franca contravención a normas básicas de seguridad que cualquier ser racional sabe y aplica.
Nadie en pleno uso de sus facultades pensantes se alcoholiza antes o mientras está a cargo de un motorizado; ni juega a las “carreras” en una carretera; ni excede los límites de la velocidad permitida; ni rebasa en curva ni se estaciona en una de ellas; ni sobrecarga el vehículo; ni emprende viaje si no tiene la certeza de que todo en el motorizado funciona bien y si no cuenta con relevo. No lo hace ni solo ni acompañado; peor si el vehículo es de servicio público y los acompañantes son pasajeros que pagaron para llegar a un destino sin contratiempos. No lo hace porque las leyes lo prohíben y porque los animales, todos, tienen instinto de conservación o supervivencia. Su anulación anuncia problemas de salud mental.
Los efectos de la inconducta policial se manifiestan en las omisiones de otros culpables: los dueños de las empresas de transporte, mercaderes de la muerte miserables que contratan como choferes a individuos descalificados y no se encargan del mantenimiento de sus buses como es debido. Algo que los policías dejan pasar.
El cortejo culpable lo cierran los pasajeros de los motorizados, y ahí todos tenemos algo que ver, sea que se trate de vehículo privado o de servicio público. No mantenerse alerta para advertir de cualquier irregularidad, incluyendo el olor a alcohol y el exceso de velocidad, o haciéndolo guardar silencio cómplice y ser tolerantes, nos convierte en ingredientes de la pócima mortal. Con grandes probabilidades de beberla.
No se debe omitir una causa esencial, esta vez, de orden normativo. El 3 de mayo de 2022 publiqué el artículo “En tránsito, ¿hacia dónde?”. Dije que el Código de Tránsito de 16 de febrero de 1973 y su reglamento, de 8 de junio de 1978 eran un absurdo. En el primer gobierno del MAS el Código fue elevado a rango de ley con una sola modificación: el tiempo de vigencia de las categorías de las licencias. Sobre el reglamento nada se hizo y quedó en el limbo, aunque sigue siendo aplicado, a gusto y sabor de los uniformados. Y nadie dice algo al respecto.
Esta es una problemática vieja. Peor con el pluri estado, equivalente a la nada, al desmantelamiento del Estado y del Derecho. Tierra de nadie. La solución es compleja e ineludible. Tarea de los aspirantes a la toma del poder expulsando de él a los masistas de toda laya. Es que ese es el requisito de la sobrevivencia del país y, dentro de ella, de la nuestra.
Gisela Derpic es abogada.