Bolivia se encamina hacia el Bicentenario de la fundación de la República, sí, la Republica, aquella de la cual tanto se ha buscado renegar y cuya historia en común, estos dos siglos de convivencia nacional, es prácticamente lo que une a una nación tan diversa y diferente entre sí, en la que aún el mismo Estado y quienes lo gobiernan continúan fomentando las grietas internas en una sociedad dividida y polarizada. Forjar ese espacio común, en el cual todos nos sintamos reconocidos y respetados en nuestras culturas y visiones propias de la realidad geográfica, social y económica de cada uno de los nueve departamentos, es el gran desafío del Bicentenario.
Las “Provincias del Alto Perú”, Charcas, Cochabamba, La Paz, Potosí y Santa Cruz, fundaron Bolivia; Tarija se integraría voluntariamente en forma posterior. Este hecho fundacional debió haber llevado a la constitución de un Estado federal desde el inicio, puesto que no existía previamente una identidad común que definiera en una sola nación a quienes lucharon por la independencia desde el centro de Sudamérica. Por lo tanto, las regiones antecedieron a la Republica y el hecho de que la misma se hubiera centralizado constantemente a la lo largo de la historia, constituye el pecado capital de una nación que se niega a sí misma, al negar el carácter multicultural y multiétnico, así como el mestizaje de los pueblos que la conforman.
La historia nacional está marcada por el carácter centralista y caudillista de sus gobiernos, elemento que lastra las posibilidades de construir un Estado nacional moderno en el cual cada ciudadano tenga la plena libertad para forjar su destino en un marco de la democracia y los límites al poder gubernamental que le garanticen sus derechos fundamentales y le brinden la oportunidad de buscar el progreso y la prosperidad según sus aspiraciones y emprendimientos.
La actual Constitución reconoció por primera vez las autonomías departamentales, en lo que podría haber sido el inicio del camino para resolver este fracaso histórico de la integración pendiente, aunque con un texto constitucional marcado por las contradicciones propias del “parto de los montes” de la cual surgió, con la legalidad del voto, pero sin la legitimidad del pacto nacional que debió ser y no fue por la imposición autoritaria gubernamental.
Leyes y decretos posteriores restringieron la autonomía, desconocieron sus facultades legislativas y confiscaron los recursos que le correspondían, con lo cual no solo que postergaron el camino hacia la integración nacional que debió haber constituido un verdadero Estado autonómico, y que sigue siendo la solución para consolidar esa nación boliviana, que se una y desarrolle en función de la potencialidad de cada uno y de todos los departamentos, según sus identidades y condiciones particulares.
Y este es el tema fundamental, el fin del Estado autonómico, el cual está inexorablemente unido a los principios del federalismo, es el de brindar a los ciudadanos, en el marco de las libertades democráticas que le garantizan la Constitución y los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, el mayor control posible sobre los asuntos y políticas vinculados a su cotidiano vivir, como sus actividades económicas, elección de autoridades municipales y departamentales, estrategias locales de desarrollo, protección del hábitat y del medio ambiente, seguridad ciudadana, sistemas de educación y de salud adaptados a su realidad local, entre otras áreas, que en aplicación de la subsidiariedad deben ser competencias a transferir por las entidades nacionales.
Finalmente, trascendiendo las diferencias culturales y étnicas que constituyen nuestra diversidad y pluralidad, si reconocemos y aceptamos estas diferencias en el marco de un Estado Autonómico, podemos consolidar esa nación boliviana en la que los ciudadanos puedan coincidir en temas fundamentales para la convivencia pacífica como son los anhelos comunes y universales de vivir en sociedades con orden, paz, libertad, oportunidades y prosperidad.