El Gobierno de Luis Arce nos tiene
acostumbrados a escuchar que Bolivia tiene una de las tasas de inflación más
bajas, no solo de América Latina sino de todo el mundo. Dejando de lado la
discusión sobre la manipulación de las metodologías y estadísticas, los datos
oficiales respaldan la versión gubernamental. En efecto, la tasa de inflación
del 2020 es la más baja de la historia reciente del país: 0,7% anual. Y aunque
para el 2023 subió a 2,1%, sigue siendo una cifra extraordinaria, la segunda más
baja después de la economía dolarizada de Ecuador (1,4%).
La versión gubernamental se hace problemática cuando la baja inflación se publicita como una señal positiva del desempeño económico. El año pasado, el primer mandatario atribuyó las bajas tasas a los programas de inversión pública en el sector agropecuario dirigidos a la producción de hortalizas, trigo, maíz y otros alimentos. Sus ministros del área fueron un poco más allá al resaltarlo como un logro de la política económica o como un indicador de que Bolivia se mantiene en la senda del crecimiento económico.
Si bien las bajas tasas de inflación tienen su lado positivo, fundamentalmente por transmitir señales de estabilidad de los precios, también se constituyen en indicadores de problemas económicos de tipo estructural. Por ejemplo, todos sabemos que los precios bajos de los alimentos se deben en realidad a que los mercados están abarrotados de productos importados y de contrabando, y no precisamente a la reemergencia de la economía campesina. El tipo de cambio fijo vigente desde 2009 abarata las importaciones en general, aumenta la competitividad de los países vecinos, pero carcome las bases productivas no solo del sector agroalimentario sino de la producción nacional en su conjunto.
Otra razón de la baja inflación son las subvenciones directas e indirectas. La millonaria subvención al diésel que se importa a un precio igual o mayor a 10 bolivianos el litro y se vende a menos de cuatro bolivianos en el mercado interno o las compras estatales a precios subvencionados de maíz y trigo para abaratar la carne de pollo y el pan, son algunas de las medidas intervencionistas que están aplazando temporalmente la crisis económica y agravando el fenómeno de la “inflación reprimida”.
Estas y otras subvenciones no serían un dolor de cabeza si estuvieran financiadas con ingresos reales, pero las estamos pagando con las reservas del Banco Central, prácticamente ya agotadas, y con un mayor endeudamiento externo e interno. No es un secreto que el gobierno está financiando una parte de sus gastos con el fondo de jubilación, ahora en manos de autoridades urgidas de liquidez inmediata.
Una cuestión de fondo es que la baja inflación tiene una connotación particular en el contexto de países atrasados como el nuestro. Desmantela la capacidad productiva y exportadora. Las empresas nacionales, estatales o privadas, no logran alcanzar mínimos niveles de productividad, rendimiento y rentabilidad para abrirse paso en el mercado internacional, incluso, en el mercado interno. Cuando la baja inflación es una consecuencia de la sobrevaluación de la moneda nacional, de la política de tipo de cambio fijo y de las subvenciones financiadas con endeudamiento y reservas, significa que no existe lugar para la germinación, crecimiento y consolidación de empresas productivas en el país. Una muestra de la ausencia de economías de valor agregado son los extrabajadores de pequeñas manufacturas e industrias convertidos hoy en choferes de transporte público o comerciantes de mercadería china.
Debido a los altos costos económicos ocultos en que se incurre para sostener la baja inflación, resulta engañoso publicitarla como un indicador de crecimiento económico o, peor aún, para negar la crisis, tal como sucedió en una reciente aparición mediática del ministro de planificación, quien exhibió su prepotencia y desconocimiento ante la pregunta de un periodista sobre qué medidas estaban tomando para enfrentar la crisis. Para contraatacar, la autoridad replicó con otra pregunta, ¿cuál es el criterio para establecer que hay crisis en el país? Y, tras intentar dar una clase de economía, concluyó que no hay crisis porque, entre otras razones, la inflación es baja.
En términos de teoría ortodoxa no aplicada, tiene cierta razón; siempre que estemos hablando de un país promedio, cuyo aparato productivo esté medianamente diversificado y que no sea dependiente en extremo de la exportación extractiva e importación de bienes de consumo. Pero no somos un país prototipo, sino uno “extraordinario”. Es que basta el sentido común para darnos cuenta de que somos una rareza mundial porque Bolivia es una prueba viviente de que, en tiempos de transición del auge a la caída del rentismo, pueden coexistir la baja inflación y la crisis económica reprimida.