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En voz alta | 25/12/2023

Ante las calamidades

Gisela Derpic
Gisela Derpic

Las calamidades son las desgracias que alcanzan a muchas personas, dice la definición de la Real Academia Española, y se suceden sin cesar. A veces sus causas son naturales, fenómenos invencibles, golpes que descarga el orden eterno sobre la mesa del infinito universo, recordándonos cuán pequeños somos y quién es quién entre él y nosotros. Otras, las causas son sociales, planes ejecutados por los humanos bajo promesa de logro de nobles aspiraciones a condición de vencer a un enemigo a muerte con todos los medios posibles, incluyendo la violencia en todas sus manifestaciones.

“Todo para ganar” o “el fin justifica los medios”: división, confrontación, resentimiento y odio, como algunos de sus promotores, como Ernesto Guevara, que proclamó a voz en cuello: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”. Enorme potencial para hurgar los bajos instintos de muchas personas que rápida y fácilmente acaban convencidas por tales propuestas, dispuestas a hacer lo que se les ordene para contribuir a su realización, aunque al final de cuentas ésta no lleve al paraíso sobre la tierra, sino al infierno. Inevitable en todos los casos.

Sobran los ejemplos del despliegue de tal estrategia a lo largo de la historia, bajo diversa inspiración ideológica y ninguna diferencia operativa de fondo más allá del refinamiento de los medios empleados. Hay muchos en curso hoy mismo, cerca, en Iberoamérica. Cuba, Nicaragua, Venezuela, Argentina y Bolivia, miembros de las fracasadas ALBA y UNASUR y del bloque antioccidental liderizado por Rusia, Irán, China y Corea del Norte por decisión de sus regímenes.

Muestran pobreza, discriminación e inequidad social con altos índices de expulsión de población; vulneración sistemática de los derechos humanos por violencia institucionalizada que incluye la inexistencia de garantías como efecto de la desaparición de la independencia de poderes; criminalidad e inseguridad en ascenso imparable vinculadas a la presencia creciente del crimen transnacional organizado, auspiciada y protegida desde el poder; saqueo a gran escala de recursos naturales con severas afectaciones ambientales y culturales; expropiación del patrimonio público y privado en favor de las cúpulas gobernantes y su entorno próximo con instalación de redes de expoliación y corrupción actuando bajo un discurso de amparo y favorecimiento de los humildes; perversión de la gestión pública en espacio prebendario de improvisación y mediocridad con impacto directo en la calidad de los procesos y servicios. Con la más absoluta impunidad.

Concurren en la ejecución continuada de tal criminalidad genios del mal, unos a cargo del diseño de la estrategia, “cerebros grises” de bajo perfil que pueden quedar en el anonimato, y otros, los caudillos, cuya tarea es la conducción pública de su ejecución, rostros principales que identifican ese proceso. Sin embargo, como dice Hanna Arendt, dichos crímenes no serían posibles sin la participación de una masa de seres amorales, ejecutores de las órdenes superiores, incluyendo las más atroces. La complementación de Zygmunt Bauman al respecto es crucial: esos seres amorales son “normales” pero si sus circunstancias cambian, pueden cometer cualquier felonía contra los valores humanos más elementales a sola orden. Es la “banalización del mal” que devela la fragilidad humana ante la cual tan sólo la interiorización de esos valores y la autorregulación consciente pueden proteger. Entre ellos, los genios del mal y los amorales, están los estúpidos en los términos que define y describe Carlo M. Cipolla en su texto “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”. En Bolivia hay vívidos y vivos estúpidos, a ojos vistas.

Los nombres de los principales causantes de la calamidad son conocidos: los asesores socialistas del siglo XXI, el fugado enloquecido por sentarse otra vez en la sillita de oro, el falso matemático que fuera su acompañante, el hoy número uno, super cajero diestro en el despilfarro y el sumo sacerdote de las fumadas ancestrales en vuelo propio hacia la nada asido de las manecillas de un reloj girando raudamente hacia las cavernas. Los amorales, quienes banalizan el mal, distribuidos en los lóbregos rincones del poder, obedeciendo a pie juntillas: los esbirros en juzgados, fiscalías, estaciones de policía y recintos carcelarios, en la (no)defensoría del pueblo; los voceros de la impostura a través de los medios; los ministros y funcionarios públicos corruptos. Muchos, estúpidos.

Sabemos que las calamidades causadas por el autoritarismo masista serán mayores. Habrá carencias y dolor, lo cual debe llevarnos a la solidaridad ante las consecuencias de la maldad, la amoralidad y la estupidez encaramadas en el poder desde el 2006. Mantengámonos en vigilia activa, la oscuridad es más densa antes de que amanezca. 

Gisela Derpic es abogada.



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