Hace unas semanas, en un artículo del New York Times, el Doctor Aaron Carroll, Jefe de Salud de la Universidad de Indiana, hizo una perspicaz observación sobre las políticas para controlar el COVID en Estados Unidos: “cuidar a un individuo, y proteger a una población, requieren diferentes prioridades, prácticas y formas de pensar; para sanar al país y colocar nuestra lucha al Covid-19 en el camino correcto, debemos pensar menos como lo hacemos los médicos.”
El argumento, en síntesis, es que al médico le preocupa “la salud”, pero, frente a su paciente, busca la mayor seguridad, los mejores medicamentos y los mejores servicios. Desde su mirada, ante el COVID, lo que el médico busca, son, por ejemplo, UTIs de primer nivel, y disponer de abundantes pruebas PCR; no acepta nada menos porque sobre él recae la responsabilidad de la vida del paciente.
A nivel de la salud de la población total, sin embargo, en lugar de la perfección, el desafío es llegar a tantas personas como sea posible: las pruebas frecuentes y regulares son preferibles, y eso se logra más fácilmente con pruebas tomadas en casa, incluso si son menos sensibles que las PCR. El punto es que, las pruebas imperfectas más frecuentes, pueden detectar más casos, incluso perdiendo algunos que podrían haberse detectado con pruebas perfectas. Lograr que muchas personas estén algo más seguras, puede lograr más seguridad global que garantizar que pocas personas estén realmente seguras.
En consecuencia, el doctor Carroll plantea que, frente a amenazas como el COVID, los médicos en posiciones de gestión pública deben dejar de pensar como médicos de cabecera, para poder entender la dinámica de las amenazas y de los problemas de salud a nivel de las comunidades. Solo así podrán identificar las acciones más eficientes y efectivas para la sociedad, aunque no sean las perfectas para cada paciente individual.
La sagacidad de la observación me impactó de inmediato porque, como aficionado a temas de desarrollo productivo y economía, con la argumentación opuesta a la del doctor Carroll, nunca he podido entender cómo los economistas (y los políticos) parten de una teoría en la que, las personas, son actores principales, pero cuando evalúan a la economía, solo usan indicadores globales: crecimiento, déficit fiscal, deuda externa, tasa de interés, inflación, tipo de cambio, etc., en los que las personas son invisibilizadas.
En este caso, los economistas y los políticos, suponen (o esperan que la sociedad crea) que, si el PIB crece, si la inflación es baja o si el tipo de cambio se mantiene, cada ciudadano tiene que estar bien. Pero la realidad nos está gritando que éste no es el caso, aunque los políticos hacen sus mejores esfuerzos para convencernos que nunca estuvimos mejor.
Hace 12 años, en un Ensayo para el debate de INASET (“Economía en contra ruta”) analizamos precisamente estos contrasentidos y puntualizamos, en síntesis, que “justificamos la mala distribución primaria del ingreso porque ‘el capital es el factor escaso’; congelamos salarios a profesionales ‘por austeridad y para evitar inflación’; celebramos el cuenta-propismo obligado (ocupaciones precarias por la incapacidad estructural de la economía para crear oportunidades de empleo digno), como expresión de ‘emprendedorismo’ y de ‘profundización financiera’; ahogamos a los contribuyentes capaces de crear valor y empleo, pero ‘cumplimos metas de recaudación’; ofrecemos caros e ineficientes servicios de empresas públicas, y persistimos en el patrón extrativista ‘para capturar y re-distribuir excedentes’; y aspiramos a la diversificación productiva, pero fortalecemos el boliviano ‘para abaratar importaciones’”.
Volviendo al doctor Carroll, la enseñanza que ha dejado el COVID, es que, de aquí y en más, las estrategias de lucha contra las pandemias necesitan de médicos con la capacidad de entender la problemática sanitaria del conjunto de la sociedad –no solo de los pacientes individuales; al pedir atender la salud “pensando menos como médicos”, para entender mejor la dinámica de la sociedad, efectivamente sugiere adoptar la mirada al conjunto, que es el enfoque que domina en la academia y en el poder político para evaluar la economía.
Pero desde la perspectiva de la ciudadanía, es una imperiosa necesidad que economistas y políticos recuperen la prioridad de entender la economía y medir su calidad en términos de las personas y de sus hogares, es decir, con la dedicación que el médico atiende a su paciente: la economía no es socialmente saludable porque crece al 6%, porque no hay déficit fiscal, o porque las reservas internacionales son elevadas: la economía solo es saludable cuando todos y cada uno de los ciudadanos tiene un empleo digno y el Estado tiene la capacidad de ofrecer todos los servicios necesarios para el bienestar de las personas en condiciones de eficiencia, calidad, equidad y oportunidad. En esas condiciones, los temas de debate que hoy apasionan a economistas y políticos, son “casi” irrelevantes.
Propongo pues una nueva consigna: al COVID y las pandemias, tratarlas como economistas; a la economía con la dedicación personal de los médicos de cabecera. Eso le deben a la gente.
Enrique Velazco Reckling, es investigador en temas de desarrollo productivo