Su decisión de admitir la candidatura inconstitucional de Evo Morales y Álvaro García Linera hiere de muerte la credibilidad de las próximas elecciones. Y es que quienes deben custodiar la limpieza de los comicios, quienes además organizaron el referéndum del 21 de febrero de 2016, son los mismos que en una penosa conferencia de prensa, en la que no aceptaron preguntas de los periodistas, sepultaron el artículo 168 de la Constitución, el único que fue ratificado dos veces por las urnas, en 2009 y en 2016; el único, cuya modificación ha sido rechazada, el único que había quedado blindado por la máxima legitimidad alcanzable. Inaudito, de nuevo.
Las bocas cerradas y las miradas hundidas de los vocales, abandonando su unilateral conferencia de prensa, dejaron en claro que carecen de argumentos que avalen su decisión. Han aceptado el triste papel de lectores diferidos de una lista, de titubeantes correas de transmisión, de amanuenses sumisos de Palacio.
La dupla Evo-Álvaro aparecerá en la papeleta electoral por cuarta vez consecutiva. La Asamblea Constituyente, primero, y después los electores, limitaron la reelección en Bolivia a dos mandatos seguidos. Sólo podían gobernar diez años, ya llevan 13 y quieren quedarse, al menos, 19. ¿No es acaso ostensible la contradicción? ¿No es acaso autoritario el modo de imponer la necesidad de dos individuos sobre el criterio adverso de millones?
Los vocales Costas y Sandoval votaron en contra. Antes, Katia Uriona los abandonó y Exeni se puso a buen recaudo. Son las cuatro piezas de cuya docilidad desaliñada necesitaba el gobierno para consagrar el atentado. Desde este 4 de diciembre, la democracia rueda rumbo a una sala de terapia intensiva.
Su respiración depende ahora del freno que la gente pueda poner en las calles y en la hora del sufragio. Hemos retrocedido a las condiciones de noviembre de 1979 o de julio de 1980, cuando un grupo de individuos reunía la fuerza suficiente para burlarse de una mayoría impotente.
Los cegados portavoces del gobierno recuerdan que los países del continente firmaron el Pacto de San José, también conocido como la Convención Americana de los Derechos Humanos. Allí, sostienen los que han herido de muerte la supremacía del voto popular, que el derecho a ser elegido está consagrado sobre la cima de un tratado internacional de cumplimiento obligatorio.
Si así fuera, explíquennos al menos, ¿por qué Guatemala, México o Paraguay prohíben taxativamente la reelección? Si así fuera, ¿por qué Colombia, Argentina, Ecuador, Estados Unidos y Brasil la limitan a un periodo consecutivo? Y si así fuera, ¿por qué Perú y Chile la aceptan por una sola vez también, pero en periodos discontinuos?
Esa batería de ejemplos pone en duda la predominancia de un tratado internacional sobre la voluntad popular manifiesta. Si la mayoría de los países en el continente le ponen cortapisas a la reelección, ¿de qué derecho universal estamos hablando?
Hace bien nuestro amigo Carlos Antonio Carrasco al comparar lo ocurrido este 4 de diciembre con el “mamertazo”. Tras el triunfo del MNR, en las elecciones de mayo de 1951, un mes después, el presidente Mamerto Urriolagoitia decidió entregar la banda presidencial, no al ganador de los comicios, sino a las Fuerzas Armadas. Su argumento era que los movimientistas tenían un pacto secreto con los comunistas para someter al país a sus macabros designios. En otras palabras: el pueblo se había equivocado al haber votado por el binomio Paz Estenssoro-Siles Zuazo.
Así “mismito” razona hoy la actual cúpula en el poder. Lo han dicho hasta el hastío: el pueblo se aturdió en el referéndum, votó engañado, secuestrado por las “mentiras” de la oposición. Y claro, cuando el juicio del pueblo “se nubla”, hay que despejarlo a mamertazos.
El atropello de junio de 1951 fue la antesala de la Revolución Nacional de abril de 1952. ¿Será la resolución del TSE el inicio de una furia popular, que sólo se extinguirá con la caída, en rumor de sufragio, de la actual clase gobernante?
Rafael Archondo es periodista.