Tengo una fascinación casi patológica por los hospitales. Desde niña, cuando pasaba de noche frente a uno de aquellos enormes de Ciudad de México, me imaginaba lo que ocurría detrás de esas ventanas iluminadas. Padecimientos anotados en las bitácoras colgadas a los pies de cada cama. Familiares haciendo guardia y poniendo en riesgo la cuota de atención a otros miembros de la familia. Padres recibiendo a sus hijos. Y yo, deseaba entrar.
Mi atracción, sin embargo, se concentra en el entorno (con olor a desinfectantes y música de ascensor) y en los pacientes ocupando sus habitaciones; no en el correteo de camilleros trasladando a accidentados de una unidad a otra. Ni en los quirófanos con bisturís y batas coloreadas con rojo. Pues pese a que la sangre por sí sola no me impacta, la Medicina nunca apareció en mis tests de orientación vocacional y no me causa ningún agrado.
Pasa que en los hospitales se condensan las emociones más diversas. Mientras algunos soportan el drama de una enfermedad grave o la misma muerte (lo único parecido a lo drástico de estas situaciones es la guerra), otros bailan un “Cha cha cha, qué rico vacilón” con sus recién nacidos.
Muchos me acompañan en esta extraña inclinación. De ahí esos públicos multitudinarios de los programas de hospitales. El morbo que suscitan las enfermedades, sumado a la tensión generada por la narrativa sobre casos extremos y cirugías, lograron que los productores de televisión hincaran el diente en ese nicho hace varios años. Y que consiguieran sentarnos con la expectación y el vértigo en el pecho, frente a series clásicas como Hospital General y ER, Emergencias –ambas filmadas casi en su totalidad en instalaciones hospitalarias, como quirófanos y salas de espera-, Anatomía según Grey o New Amsterdam, más recientemente.
Obedeciendo a esta mi tendencia, comencé a mirar la serie Dr. House al poco tiempo de la emisión de la primera de ocho temporadas. Inicialmente la veía con el ánimo de aprender sobre afecciones raras con diagnósticos aparentemente imposibles. Las escenas no eran repulsivas y los diálogos dentro del equipo médico eran ágiles y agudos. Al cuarto capítulo mis motivos se hicieron más instintivos: me había enamorado del doctor protagonista, como lo haría una enferma “terminal” del médico que finalmente la cura. Sarcástico y aún más guapo que el George Clooney de ER, Emergencias, al antihéroe Dr. Gregory House -que resolvía lo irresoluble-, se le perdonaban sus malos humores y cualquier otra cosa. Incluso que abandonara la Medicina para dedicarse al jazz bajo el nombre de Hugh Laurie. Aunque su pasado como infectólogo y nefrólogo delante de cámaras lo persiguió por un tiempo. En un concierto en Buenos Aires, con el piano y el saxo esperando en el escenario, la voz en off lo presentó como el doctor que había sido y no como el músico que allí era.
He pasado por el quirófano un tanto de veces. Todas, por distintas dolencias o inusuales defectos de fábrica. La mayoría, con estadías cortas en la clínica. Pero suficientes para experimentar –una y otra vez- las mismas sensaciones. El esfuerzo por la recuperación; el reposo adolorido; la emoción por las visitas (que, como decía una tía, son como los mariachis: producen la misma alegría cuando llegan que cuando se van); las dudas recurrentes sobre lo que pasa en las demás habitaciones; la voracidad de la primera comida sólida varias horas después de la anestesia; el silencio de la noche que nunca es silencio, pues las enfermeras -con ese espíritu marcial tan propio como necesario-, cierran las puertas con la misma rudeza con la que John Wayne lo hacía, solo que él en las cantinas del oeste.
Siempre me he quedado en los hospitales más de lo prescrito. El ambiente hospitalario (término que significa “que alberga”) -en vivo o en televisión- me provoca una fruición inefable, con la que me siento cómoda y hasta segura. Quizás porque no he sufrido nada suficientemente trágico, y ni siquiera maltrato del personal. Eso sí, después de una operación, preferiría dormir sin que la enfermera de turno me encendiera la luz a las cinco de la mañana, para cambiar las sábanas y preguntar si estoy descansando. A menos, claro, que quien me despierte sea el médico de guardia, y ese médico fuera el doctor House.
Daniela Murialdo es abogada y escritora