El propio vicepresidente Álvaro García Linera, uno de los más radicales adversarios de los defensores del medio ambiente los calificó como "ambientalistas coloniales por defender los intereses de los países industrializados y desconocer las necesidades sociales que tienen los pueblos indígenas”. Un criterio compartido por el presidente Morales, que a las pocas horas de haberse iniciado los incendios defendió el derecho de los colonos a realizar el chaqueo para no morir de hambre.
Tal vez por eso, durante el actual gobierno, Bolivia figura en el penoso ranking de los 10 países que más deforestan en el mundo. Los datos son alarmantes. Entre 2016 y 2017 la deforestación de las zonas que hoy están en emergencia llegó a casi 350 mil hectáreas anuales, más del doble de lo que ocurría pocos años antes, según Lykke E. Andersen, de Inesad y Juan Carlos Ledezma, de Conservación Internacional.
Andersen, que también es directora Ejecutiva de la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible (RSDE) y Ledezma establecieron enero de este año en el estudio “Desarrollo sobre la mesa”, que “la deforestación per cápita durante 2016-2017 en Bolivia fue de 310 m2/persona/año, lo cual es extremadamente alto comparado con el promedio mundial de 9 m2/persona/año”.
Añade que “las emisiones de carbono producto de la deforestación (cerca de 14 toneladas de CO2/persona/año), convierte a los bolivianos en uno de los más grandes contribuidores al cambio climático en el mundo. Esto equivale al consumo de combustible de por lo menos cuatro vehículos por persona por año en Bolivia”.
La deforestación no solo crea un microclima más caliente y seco, que agrava el riesgo de incendios, sino que además incrementa el de inundaciones “por la baja absorción de las tierras agrícolas, comparadas con los bosques, y determina la “pérdida de reservas de agua para las épocas secas”.
A la luz de estos datos, puede inferirse que el gobierno necesitará mucho más que un avión Supertanker para apagar el fuego de la indignación que ha comenzado a cundir, sobre todo entre la población más joven, un segmento que parece mucho más sensible e informado sobre temas ambientales y cuyo voto podría ser determinante en las elecciones del 20 de octubre.
La revolución “verde”, que en Bolivia no se había traducido en un auténtico movimiento organizado, sino más bien en actitudes meramente individuales que buscaban generar conciencia sobre la necesidades de cuidar el medio ambiente, de pronto adquiere una relevancia mucho mayor y concentra muchas más voces indignadas que no solo han comenzado a poner en serios aprietos al gobierno, sino que podrían constituirse en el mediano plazo en actores centrales de las decisiones políticas en el país y reforzar a organizaciones no gubernamentales y otras instituciones que durante largos años intentaron advertir sin éxito sobre lo que se venía.
El mundo, además, tiene ahora los ojos puestos sobre Brasil y Bolivia. Desde la reunión del G7, el presidente francés, Emmanuel Macron, abogó en las últimas horas por una estrategia mundial para proteger la Amazonia, dejando entrever de esta manera que estaría germinando una corriente global para imponer ciertas condiciones a los países amazónicos, de manera que los bosques y otros recursos naturales, sean administrados responsablemente y como patrimonio global, y no como recursos que pueden ser explotados sin límites por un determinado país.
La presión interna y de la comunidad internacional sobre los presidentes Morales y Jair Bolsonaro –que mantienen posiciones ideológicas diferentes, pero que miran con el mismo recelo a los ecologistas– será cada vez mayor y es muy posible que influya en el devenir político inmediato. Todo parece indicar que se avecinan tiempos en los que, a diferencia de la famosa consigna política de la campaña del expresidente estadounidense, Bill Clinton, “es la economía, estúpido”, estamos transitando a una nueva y mucho más provocadora: “es el medio ambiente, estúpido”.
Hernán Terrazas es periodista.