La publicación que hoy entrega Milenio, “El capital
corrosivo en Bolivia y los retos de buena gobernanza”, contiene cuatro ensayos
pensados y orientados al abordaje del denominado “capital corrosivo”, concepto
acuñado por el Centro para la Empresa Privada Internacional (CIPE), think tank
norteamericano, con base en Washington.
Henry Oporto, autor del primer ensayo, formula la primera presentación del novedoso tema; se aproxima a la reconfiguración geopolítica del mundo y de nuestra región y, en ese contexto, fija el marco conceptual de lo que debe entenderse por capital corrosivo. Decimos primera presentación no sólo por ser el documento de apertura, sino porque no conocemos otro estudio en Bolivia sobre la idea de esta modalidad disfuncional de transferencias de capitales. Si existe no ha tenido difusión suficiente.
El segundo ensayo reconstruye lo sustancial del contexto económico en el que se inscribe la versión estudiada de “capital corrosivo”, poniendo énfasis en el desempeño de la economía boliviana durante las dos décadas del siglo XXI. La tesis central de este ensayo, firmado por Napoleón Pacheco, señala acertadamente que el retorno del capitalismo de Estado es la base del neo populismo y del socialismo del siglo XXI latinoamericanos, beneficiados por el súperciclo de las materias primas; proceso en el que se generaron condiciones propicias para la incursión del capital corrosivo.
“La participación de empresas chinas y los proyectos de obras públicas” titula el tercer ensayo, elaborado por José Luis Evia, en el que presenta los hallazgos de una investigación minuciosa sobre 18 contratos de obras adjudicados a 5 empresas chinas, seleccionadas de un conjunto de 28 corporaciones.
Los “aspectos jurídico-administrativos en las contrataciones estatales y los convenios intergubernamentales” de financiamiento son abordados por Antonio Peres Velasco en el cuarto ensayo, en el que, partiendo de un enfoque general de la normativa boliviana de la contratación de obras públicas, enjuicia afiladamente las relaciones entre el Estado boliviano y las empresas chinas.
Así, el libro entrega una aproximación cercana y multidisciplinaria al fenómeno del “capital corrosivo”, calificado así primigeniamente –reiteramos– por think tanks y políticos norteamericanos. El nivel técnico de los estudios y la información proporcionada en ellos son de calidad encomiable, lo que hace de la publicación un libro que debe ser leído y debatido. Los aportes de los cuatro autores, finalmente, se depositan en el capítulo 5, sede de las conclusiones y recomendaciones finales, orientadas, como lo anticipa Oporto, a dar forma y respuestas a “los retos de buena gobernanza”.
Ahora bien, como suele suceder con los estudios precursores, los materiales entregados en el libro de Milenio que nos ocupa portan también contenidos polémicos y otros que requieren cualificar el rigor teórico y sus bases empíricas. Veamos un par de estos contenidos que, por las limitaciones de tiempo, sólo podemos esbozarlos.
Comencemos con el concepto de “capital corrosivo”. Siguiendo la definición propuesta por el CIPPEC (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento), think tanq argentino, a lo largo del libro se denomina capital corrosivo a las inversiones extranjeras procedentes de países con regímenes autoritarios o de “baja intensidad democrática”, que pueden vulnerar el sistema institucional y jurídico y erosionar la democracia de los países receptores. Esta fórmula tiene tres componentes: i) transferencia efectiva de capitales, ii) capitales provenientes de países con regímenes autoritarios, y iii) vulneración de la institucionalidad y el sistema democrático del país receptor.
Prestemos atención ahora a una particularidad del estudio de José Luis Evia: dijimos que en él se analizan 18 contratos adjudicados a 5 empresas chinas. Pues bien, en 11 de esos contratos el financiamiento no provino de la China, se originó en el TGN, BID y/o la CAF, ¿por qué entonces fueron incorporados en el escrutinio del capital corrosivo?
Hay, empero, una razón: los estrechos vínculos entre el capital corrosivo y el fenómeno de la corrupción pública, favorecida, como apunta Napoleón Pacheco, por el capitalismo de Estado y los sesgos autoritarios del neo populismo en nuestro país. En el libro está presente esta imbricación –apenas mencionada podría decirse– entre capital dañino y corrupción, pero ello no impidió que se deslice, a lo largo de sus más de 100 páginas, el sesgo de atribuir a los capitales provenientes de países de baja intensidad democrática la condición de agente pervertidor de la institucionalidad y los sistemas jurídico y político de los países receptores.
La larga y penosa historia de la corrupción en Bolivia y América Latina sugieren, por el contrario, que un mejor ángulo de estudio sería el de prestar atención al ensamble entre las debilidades y defectos de las estructuras de los países receptores, sostén de inveteradas prácticas de corrupción, y las malas prácticas empresariales de los beneficiarios de los capitales provenientes de países que ofertan líneas de crédito con cláusula de privilegio para sus contratistas y proveedores, al margen de que se trate de regímenes de baja, media o alta intensidad democrática. Líneas de crédito de este tipo fueron utilizadas en el pasado por Bolivia: una del Brasil, otra de Italia, para mencionar sólo dos.
No obstante, cabe aquí una pregunta: ¿existe capital corrosivo en el mundo, además de los capitales especulativos?, tal parece que sí, conforme lo demuestra el libro cuando enjuicia el caso del empresario paraguayo – venezolano Gill Ramírez y algunas de las andanzas de la emblemática CAMCE china.
Por otro lado, asociar la naturaleza corrosiva de los capitales en movimiento con la naturaleza política de los regímenes de gobierno sin tener en mente, además de las consideraciones anteriores, la reconfiguración geopolítica del mundo, la perniciosa guerra comercial sino-estadounidense, que en el fondo es una disputa por áreas de influencia hegemónica, y ante todo los intereses materiales del país receptor (Bolivia para nosotros), amenaza situarnos en uno de los polos de la disputa. Se ha dicho muchas veces que no deben concebirse las relaciones internacionales con el enfoque amigo – enemigo. Los que dominan en este complejo campo son los intereses y la habilidad para aprovechar las ventajas que ofrecen unos y otros, sin lentes ideológicos de ninguna índole.
Quienes se internen en las ricas páginas del libro que comentamos seguramente coincidirán en que las conclusiones y recomendaciones, sistematizadas en el capítulo 5, son valiosas y dignas de ser asumidas, avanzando en su formalización y debate, naturalmente. No obstante, conviene detenernos en la propuesta de aprobar una Ley de Contratación de Bienes y Servicios para el sector público. Veamos primero los antecedentes: para no ir más atrás, entre 1995 y 2000 las normas básicas del sistema de administración de bienes y servicios (NB-SABS) tenían rango de Resolución Ministerial (R.S. 216145 del Ministerio de Hacienda), en el gobierno de Banzer se elevó al nivel de Decreto Supremo (D.S. 25.964), jerarquía con la que continuó durante los regímenes de Mesa, Rodríguez y Morales. ¿Disminuyó la corrupción con la elevación de rango? Necesitaríamos una sesuda investigación para contestar esta interrogante. En realidad, lo que importa es el contenido material de la norma, al margen de la razonable jerarquía que se le asigne.
Lo cierto, empero, es que la jerarquía de la norma está asociada a la rigidez de ella, o lo que es lo mismo, a las facilidades de su reforma. De manera que NB-SABS con rango de ley resultarían difíciles de ser ajustadas al decurso de las coyunturas económicas, que son las que determinan el clima y ritmo de las contrataciones públicas. Debe ponerse en tapete aquí que lo que se avecina en el mundo entero, también en Bolivia por supuesto, es una coyuntura marcada por la necesidad de impulsar una acelerada recuperación de la oferta y demanda agregadas, contexto en el que NB-SABS rígidas pueden obstaculizar la recuperación.
Carlos Borth Irahola es abogado.