ABI
Brújula Digital|28|03|24|
Roberto Laserna
Dos destacados columnistas trataron el tema de los bonos sociales y su relación con el déficit fiscal, en un debate interesante y provocador.
Antonio Saravia lanzó la primera piedra argumentando que los bonos representan una carga fiscal excesiva que debería eliminarse para restablecer un equilibrio necesario para impulsar el crecimiento y alentar la creación de empleos a partir de inversiones. Saravia ofrece cifras en respaldo a su afirmación, y calcula que la suma de la Renta Dignidad, el Juancito Pinto, el Juana Azurduy y el de discapacidades representan más de la tercera parte del déficit fiscal. Asegura que no puede justificarse su permanencia por el reducido impacto que generan en la reducción de la pobreza, citando para ello un manual de la CEPAL. El mayor temor de Saravia es que ante la caída en las recaudaciones de la renta del gas y la ausencia de utilidades en las empresas públicas, que debían financiar los bonos, el Gobierno se sienta obligado a aumentar los impuestos, desalentando inversiones, bajando el empleo y aumentando la pobreza.
Enrique Velazco está básicamente de acuerdo con Saravia, pero por razones diferentes, y lo acusa de simplificar en exceso la argumentación. Velazco considera que los bonos no son una política adecuada para luchar contra la pobreza porque alientan el consumo de bienes importados, cuando lo que debería hacerse, según él, es generar empleos productivos. No dice cómo pero supongo que no considera la creación de empresas públicas. Aunque tampoco le entusiasman las privadas, ya que concentra su artillería contra el sistema de intermediación financiera con el argumento de que gana demasiado, contra el neoliberalismo y contra el Banco Mundial, al que acusa de promover la financiarización de la economía y la precarización del empleo. Los bonos, en esta curiosa línea argumental, serían apenas mecanismos de fidelización política, es decir, prebendas clientelares.
Ninguno de ellos cita estudios realizados en Bolivia sobre el impacto que tienen las transferencias en efectivo. No son muchos, pero los hay y me limito a recomendar el libro “La inversión prudente”, publicado por Fundación Milenio, en el que reunimos varios estudios tempranos sobre la experiencia del Bonosol, que luego se amplió a Renta Dignidad, y el estudio sobre las transferencias en efectivo que realizó el Banco Mundial el año 2006 (Investing Cash Transfers to Raise Long Term Living Standards). Ahí pueden encontrar evidencias sobre el impacto real de esos bonos en las familias y en la economía.
Los bonos, en general, son mucho más útiles de lo que se cree, sobre todo cuando se los contrasta con otras formas “imaginativas” de gasto fiscal, incluyendo las inversiones en empresas públicas, los programas de subsidios o la ayuda social en productos. No solamente porque en la mayoría de estos casos las ineficiencias son evidentes o porque el daño que causan a la economía es de largo plazo, sino porque con frecuencia agravan los problemas que pretenden resolver. Pensemos solamente en el subsidio a los carburantes. Se gasta en ellos más que en todos los bonos sociales juntos, y además distorsionan los mercados, han desalentado inversiones –evitando la reposición de reservas– y agravan las injusticias sociales pues benefician más a los que menos lo necesitan. A una escala menor, pensemos en el subsidio de maternidad, que se entrega en productos que muchas veces las madres no necesitan (y los venden o regalan), empleando en su administración a burócratas de todo tipo que a su vez establecen relaciones prebendales con proveedores protegidos.
En comparación con todo eso, los bonos sociales le dan a la gente la posibilidad de elegir lo que quieren comprar, o sea, un poquito de libertad. Amplían enormemente el abanico de productos que se demandan en el mercado (no sólo importados) y por tanto generan oportunidades para productores y comerciantes competitivos. Si eso es así, también alientan inversiones y por tanto nuevos empleos. Si su escala no es notoria, es porque los bonos son pequeños, no porque su efecto lo sea.
Coincido con ambos en la necesidad de eliminar el déficit fiscal, pero deben priorizarse los recortes al gasto de acuerdo a su inutilidad, no a la facilidad de hacerlo. Yo diría que los más inútiles son los que menos llegan a la gente o los que solo benefician a grupos muy pequeños. Ejemplos: reducir a la mitad el presupuesto de las universidades o el de las Fuerzas Armadas obligaría a ambas a ser más eficientes. Simplificar o eliminar trámites bajaría muchísimo los costos de la administración pública. Todo eso, obviamente, además de eliminar subsidios y empresas públicas, que es por donde se debería comenzar.
Si aceptamos que la gente sabe mejor lo que necesita y reconocemos que los bonos llegan a tres millones de personas, cuyas decisiones combinadas dan señales de mercado irreemplazables… no debería plantearse su eliminación. Al contrario, en manos de la gente el dinero es más productivo que en manos de la burocracia.
Roberto Laserna es autor e investigador social en CERES.