El vicepresidente del Banco Mundial para América Latina y el Caribe y Marcello Estevao, director de Práctica Global de Macroeconomía, Comercio e Inversión, consideran sin embargo, que América Latina no sufrirá una crisis semejante a la de los años ochenta
San Pablo, es la ciudad más poblada de Brasil. Foto: BM
Washington, Banco Mundial (BM)
Filas de varias cuadras para recibir comida. Niveles de desempleo que se disparan. Inflación descontrolada. Deuda insostenible. Estos problemas, que sacudieron a muchas economías de América Latina en los años ochenta, siguen resonando hoy en día y, dadas las condiciones económicas actuales, resulta casi inevitable pensar que la historia pueda repetirse.
Sin embargo, hoy el mayor riesgo que enfrenta la región no es la posibilidad de otra “década perdida” generada por las crisis financieras, sino que sobrevenga una década de oportunidades perdidas, señalan Carlos Felipe Jaramillo, vicepresidente del Banco Mundial para América Latina y el Caribe y Marcello Estevao, director de Práctica Global de Macroeconomía, Comercio e Inversión.
Las crisis de deuda de los años setenta y ochenta fueron experiencias dolorosas que resuenan en los problemas actuales. En aquel momento, al igual que ahora, los países de América Latina tenían grandes cargas de deuda. En aquel momento, al igual que ahora, la economía mundial experimentó perturbaciones macroeconómicas extraordinarias que llevaron a que la inflación se disparara (el embargo petrolero árabe en aquel entonces; la pandemia y la guerra de Ucrania en la actualidad). Y posteriormente, al igual que hoy en día: los bancos centrales de todo el mundo —especialmente la Reserva Federal de Estados Unidos— subieron las tasas de interés para combatir la inflación.
Sin embargo, hay una diferencia clave entre aquel entonces y ahora, hoy los países latinoamericanos están mucho mejor preparados que hace cuatro décadas para reaccionar frente a estas conmociones, debido en gran parte a las enormes mejoras que se han introducido en las políticas económicas y financieras de toda la región. Si bien la Reserva Federal de Estados Unidos ha sido acusada de “quedarse corta” (i), la mayoría de los bancos centrales latinoamericanos han actuado con rapidez para mitigar la inflación y reorientar sus economías hacia los niveles de inflación previstos.
La decisión de subir las tasas desde un primer momento ha ayudado a mantener los tipos de cambio bajo control. En el pasado, las economías de América Latina estaban inmersas en un círculo vicioso de depreciación-inflación-depreciación: las monedas perdían valor, lo que generaba inflación, que a su vez las hacía perder aún más valor a medida que se deterioraba la confianza en la gestión macroeconómica. Hoy en día, ese ciclo representa un riesgo menor en la mayoría de las economías latinoamericanas. Si bien es cierto que algunas monedas (por ejemplo, el peso en Chile y Colombia) se han depreciado considerablemente en los últimos meses, los circuitos de retroalimentación que tienen lugar durante los períodos inflacionarios están más controlados que antes.
Más allá de la reciente lucha monetaria que la región ha emprendido —con éxito relativo— hasta ahora, las economías latinoamericanas también han experimentado mejoras estructurales que las hacen más resilientes que durante la década de 1980.
Por ejemplo, la creación de bancos centrales independientes, la adopción de tipos de cambio flotantes y regímenes de metas inflacionarias, y el fortalecimiento de las instituciones normativas han reforzado la mayoría de los sistemas financieros latinoamericanos. En un contexto de inflación más previsible y monedas estables, los mercados de deuda locales se han convertido en la principal fuente de financiamiento público y han generado mayor estabilidad reduciendo la dependencia de la deuda denominada en dólares (que es vulnerable a las perturbaciones cambiarias) y el financiamiento a corto plazo. Esto explica por qué las principales economías de la región han logrado implementar grandes programas anticíclicos para proteger a las familias y las empresas de los peores impactos de la crisis de la pandemia, una respuesta fiscal que habría sido impensable en las últimas décadas.
Asimismo, en los años ochenta, muchas empresas e instituciones públicas de América Latina carecían de acceso a los mercados financieros nacionales: el sistema bancario mundial era la principal fuente de financiamiento para los Gobiernos, lo que significa que, debido a los altibajos de los mercados financieros externos, los Gobiernos tenían más dificultad para controlar su propia política fiscal.
Esta situación ha cambiado: en las últimas décadas, los mercados de capital locales se han desarrollado y los Gobiernos han recuperado el control de la política fiscal. El mayor control fiscal se ha traducido en una mayor capacidad para enfrentar con eficacia perturbaciones como la pandemia (aunque de distintas maneras entre los países latinoamericanos). La combinación de mayor acceso a los mercados mundiales y mercados internos más desarrollados brinda a las empresas privadas muchos más mecanismos para acceder al financiamiento y protegerse de sus riesgos que hace 40 años.
En resumen, somos optimistas acerca de la mayor parte de la capacidad de la región para evitar las crisis.
Esto no equivale a decir que el camino está allanado. Si bien es muy poco probable que América Latina experimente una gran contracción económica o un aumento desenfrenado del desempleo, corre el riesgo de que se prolongue el estancamiento económico de la última década.
Desde el auge de los productos básicos impulsado por la rápida expansión económica de China en la primera década del siglo xxi, los países de América Latina y el Caribe no han encontrado un motor de crecimiento comparable. En la última década, el crecimiento del producto interno bruto per cápita de la región ha sido, en promedio, casi nulo, lo que representa el nivel más bajo registrado desde fines de los años ochenta. El crecimiento modesto no debería ser la norma.
Los países de América Latina y el Caribe comercian poco con otras economías (especialmente en el caso de Brasil y de Argentina), lo que significa que los líderes del mercado nacional no se sienten presionados por la competencia internacional para innovar. Las condiciones comerciales no son tan propicias para la actividad empresarial como podrían ser. La regulación de los consumidores sigue siendo innecesariamente engorrosa. Los sistemas escolares siguen generando resultados educativos decepcionantes, sobre todo entre los niños de familias de bajos ingresos, lo que refuerza los patrones históricos de gran desigualdad. La ausencia de un mercado regional que permita la libre circulación de la mano de obra obstruye la asignación eficiente de recursos e impide lograr mayores economías de escala.
Hay mucho en juego. La falta de capital humano y de incentivos para innovar está poniendo freno al ingenio e impidiendo que la región se convierta en el hogar de la próxima gran invención disruptiva. La consiguiente disminución de la productividad también limita la reducción de la pobreza, obstaculiza la inclusión y aumenta la necesidad de bienestar.
Estos avances logrados con tanto esfuerzo en la gestión macroeconómica también son vulnerables a los retrocesos, ya que el lento desarrollo económico es terreno fértil para el malestar social y las ideas populistas. El aumento de los niveles de deuda —atribuibles en parte a la respuesta a la pandemia— ahora deberá controlarse gradualmente, en un momento en el que la polarización y el malestar social dificultan el ajuste fiscal.
Estos resultados son completamente evitables. Los encargados de formular políticas deben actuar ahora mismo para que no se hagan realidad.
BD BM
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