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Cultura | 26/06/2022

En la buena compañía de "La peor persona del mundo"

En la buena compañía de "La peor persona del mundo"

Una escena de La peor persona del mundo

Por: Mauricio Souza Crespo/ Tres Tristes Críticos 

1. Si Hamlet fuera una milenial.

Quedamente triste pero no una tragedia, melancólicamente feliz pero no una apoteosis, La peor persona del mundo cuenta las discretas tribulaciones de Julie, una noruega de 30 años. Si a esa misma edad cinco generaciones anteriores de mujeres de su familia ya habían tenido hijos o habían muerto, Julie, confirmando las inclinaciones o aprovechando los privilegios de una milenial en el primer mundo, no acaba de encontrar lo que quiere y mucho menos de entrever lo que le gustaría ser. Como Hamlet, Julie duda y no deja de dudar y la película persigue la descripción de esas muchas vacilaciones: “No termino nunca nada. Voy de una cosa a la otra”, nos dice de sí misma, luego de un resumen de la serie de oficios y parejas que, sin saber por qué, ha abandonado. Pero a diferencia de Hamlet, Julie no está absorta en su propio protagonismo y el narcisismo que la detiene está contaminado por la distancia: “Es como si interpretara un rol secundario en mi propia vida”, observa.

2. Si Woody Allen hubiera continuado haciendo buenas películas.

La peor persona del mundo cierra una trilogía del director Joaquim Trier dedicada a la ciudad de su infancia, Oslo, que aquí vemos con frecuencia como la ven los personajes: desde arriba y desde lejos, una maqueta contemplada en balcones, a través de ventanas, parados en la cima de cerros. La mejor de las tres (la primera y segunda son Vivir de nuevo de 2006 y Oslo, 31 de agosto, de 2011), tiene el aire literario (pues sus personajes hablan mucho y dicen cosas interesantes) y juguetón (pues abundan los momentos de quiebre cómico) del mejor Woody Allen, el de Annie Hall (1977). Esa cercanía es algo que Trier trabaja con diligencia: se cita incluso, al pie de la letra aunque sin identificar su origen, un famoso chiste de Allen (un personaje que está muriendo declara que “no quiere sobrevivir en su legado artístico sino en su apartamento”).

3. Si el amor fuera realmente posible.

Y como el Allen de Annie Hall (o el de Hannah y sus hermanas), Trier propone un discurso amoroso concentrado en límites y fragilidades. Si es algo que se encuentra milagrosamente y sin solicitarlo, aquí el amor es algo que también se pierde con la misma facilidad, sin que ninguno de los implicados tenga la culpa o siquiera una buena explicación. La gente coincide y luego no. Al respecto, la película considera tales pequeñas vicisitudes trágicas de la vida amorosa como capítulos de la educación sentimental de su protagonista. Casi al final de la película,  Julie se queda mirando al vacío, devastada pero además sorprendida.

4. Si hubiera una actriz con varios rostros.

Por lo dicho, es claro que Trier, aunque nos cuente una historia, quiere ante todo trazar el retrato de su personaje central. Así, concentrado en Julie, el relato está hecho de casi inmóviles fragmentos de su vida amorosa (y por eso hay un narrador en off y divisiones: 12 capítulos de distinta duración, más un prólogo y un epílogo). La suerte de esas escenas de la vida conyugal dependen en buena medida de la memorable interpretación de Renate Reinsve (que por esta película ganó todos los premios y se convirtió en una estrella de la noche a la mañana). Reinsve consigue variadas singularidades y proezas: por ejemplo, que nos olvidemos de que está actuando (algo que difícilmente logramos hace con buena parte de las que se consideran las “grandes actuaciones” de los “grandes actores” de la época); o que el registro de sus emociones esté a la vista y sea, al mismo tiempo, misterioso; o que se transforme de una escena a la otra, como si cambiara de cara.

5. Si no coincidiéramos con nuestra vida. 

La sospecha de que no coincidimos con nuestra propia vida –o que, si lo hacemos, esa coincidencia es frágil y poco convincente– es uno de los sentimientos clásicos que la película ilustra y escenifica. Es más: esa sensación puede que sea el gran tema de la película: contemplamos nuestra vida pasar de lejos, como si no fuera la nuestra; pero no nos abandona la asfixiante certeza de que eso que pasa nos pasa a nosotros plenamente, sin misericordia. Este doblez en el personaje conduce a la doble estrategia narrativa de la película, que elimina las medias distancias del estilo clásico: observamos a Julie de lejos o de cerca, en ambos casos igualmente intrigados por el extravío espacial. Abundan por eso las escenas en que, silenciosa o caminando, ensimismada, parece perdida en el paisaje de la ciudad, como ella misma se ve a sí misma, espectadora lejana de su propia vida. Pero, a la vez, y sin que sea un registro que nos explique más que el otro, la película se demora en primeros planos, como si todo pasara o sucediera en el rostro de Julie. 

6.  Si conocerse a uno mismo fuera imposible.

Sucede algo peculiar con esta película: representa a un personaje memorable, Julie, pero no lo explica. Esta suerte de cercanía distante ha dividido a la crítica: gente parejamente inteligente ha dicho de la película de Trier que es una obra maestra y que es una estafa, los unos cautivados por la reticente volubilidad de su personaje central, los otros alarmados por su frustrante incompleción. Lo que sabemos de Julie es menos que lo que no sabemos, dicen todos, una incertidumbre que, de hecho, compartimos con ella misma. La opacidad suele provocar estas división entre aquellos que la lamentan (“no sabemos por qué hace lo que hace”) y aquellos que la celebran (“nadie sabe por qué hace lo que hace”). En este caso, y a favor del segundo grupo, entre los que me incluyo, es obvio que la película convierte la ignorancia de sí mismo en uno de sus motivos centrales. La mayor parte de las historias y fragmentos que la componen son variaciones de esa idea: que Julie se sorprende con frecuencia a sí misma y que reacciona de formas que no esperaba. Si por casualidad termina de paracaidista en una fiesta en la que no conoce a nadie y procede, en variaciones del flirteo, a oler y ser olida por un desconocido (para luego pasar a verlo mear y dejarse ver meando), es porque las opacidades del personaje no tienen para ella misma, tampoco, otra explicación que las escenas que estamos mirando.

7. Las serendipias del subdesarrollo.

Una más entre las ya tantas manifestaciones de la crisis institucional de la Cinemateca Boliviana es el hecho de que sus funciones sean hipotéticas, tentativas, un asunto dejado a la mano del azar. Si uno quiere ver ahora mismo, por ejemplo, Cómo duele ser pueblo, la rescatada y restaurada película boliviana de Hugo Roncal, hay tres formas de hacerlo: a) ir en grupo a una función (organizando una patota de interesados, como yendo a una kermés o en un pasanaku); b) esperar en la antesala del cine con la esperanza de que lleguen otros espectadores; c) pagar un mínimo de tres entradas. En mi experiencia, de estas opciones, la única segura y cómoda es la tercera, aunque convierta a la Cinemateca en la sala más cara de Bolivia (90 Bs. por una persona). Es mejor esperar que aparezca el DVD, opción no solo menos costosa sino probablemente de mejor calidad. Ya de vuelta de estas excursiones fallidas, no en Oslo sino en La Paz (aunque con el mismo frío escandinavo), paso por un expendio de DVD. Compro, por menos de 90 Bs., 11 películas. Entre ellas, La peor persona del mundo. Termino el día en su grata compañía.

Mauricio Souza fue crítico, ensayista y editor boliviano



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