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Cultura | 23/05/2024

|CRÍTICA|El fin de la inocencia, de Stephen Koch|Mateo Rosales|

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Brújula Digital|23|05|24|

Mateo Rosales

Reflexionar sobre el transcurrir de la historia, sus causas y efectos puede ser un ejercicio peligroso. En muchas ocasiones esta tarea se presenta como un reflejo o un fondo reconocible que todavía está presente en rasgos esporádicos en la monotonía de lo cotidiano. Y en algunos casos de forma imperceptible, como un gesto más del ecosistema en el que nos movemos naturalmente.

El Fin de la Inocencia del escritor estadounidense Stephen Koch, que este año editó Galaxia Gutenberg (Barcelona, enero, 2024) explora de forma genuina en aquella tentación que sedujo a grandes intelectuales de la época con el murmullo delirante del estalinismo. Miembros ciertamente reconocidos de una etapa de la historia, intelectuales destacados, una burguesía víctima de sus propias contradicciones y desvelos, fueron parte articulada de un proyecto de poder absoluto con resultados sorprendentes cuyos efectos se extendieron en el tiempo y sobre los cuales, incluso hasta nuestros días, se sigue investigando y teorizando.

La estrategia fue parte intrínseca de un momento histórico. Fue, en síntesis, el resultado de una receta amalgamada a la perfección cuyos ingredientes partieron de una idea clave: la sospecha de un enemigo común y la respuesta favorable para conseguir un bien mayor. Para hacer esto posible era necesario claudicar a la virtud, recrear los valores y engañarse a uno mismo, eso sí, sin perder nunca los privilegios de los cuales gozaban sus portavoces. La inocencia de los inocentes o, más bien, de los ingenuos o los hipócritas.

Los primeros fueron aquellos a quienes se incorporó de forma abstracta a lo que Willi Münzenberg, director de facto de las operaciones clandestinas de propaganda de la Unión Soviética en Occidente, calificó como “el club de los inocentes”, a través del cual se desarrolló una de las más importantes ilusiones morales de aquella época (o la nuestra): la noción de que el principal escenario de la vida moral, el verdadero reino del bien y del mal era la política. El ansia de justificación moral de las acciones de la vida personal es una de las necesidades humanas más profundas e inevitables, el éxito de aquella planificación fue crear un escenario donde los que la ejecutan fuesen los mismos que determinen las reglas de la escala axiológica sobre lo que es bueno y lo que no, la ‘política del bien’. En definitiva, el reemplazo de la virtud constituida por los nuevos valores artificiales.

Los hipócritas son menos sutiles y, por lo tanto, más evidentes. Fueron los que, como el propio Willi, siendo testigos de la barbarie, de la desoladora realidad que significaba el estalinismo en su única versión posible, ya sea a través de los juicios sumarios, los asesinatos en masa nunca esclarecidos o la muerte lenta de inocentes en los gulags, volvieron la vista atrás hacia la lúgubre tentación que los sustraía.

Toda una estrategia orquestada con ambages y vaivenes con el objetivo de extender la influencia de la Unión Soviética en todo el mundo en un intento sutil de dominarlo. Entonces los ideólogos y operarios de Stalin entendieron que para este complejo cometido debían librar una batalla larga y extenuante, pero muy efectiva: el combate en el frente de la propaganda con un ejército clandestino de infiltrados, espías, precursores e inocentes. Todo un aparato al servicio de uno de los tiranos más sanguinarios que ha conocido la humanidad.

Fue Münzenberg el hombre en las sombras el responsable de pensar y ejecutar la campaña de manipulación de mayor envergadura de todos los tiempos, en favor de la Unión Soviética, su dictador y el sueño comunista. Este dirigente entendió que para el éxito de la Revolución era necesario contar no solo con un aparato de fieles y ganarse a las masas, sino con un ejército de ‘creadores de opinión’. De Hemingway y John Dos Passos, pasando por Bertolt Brecht o Romain Rolland, hasta llegar a personajes como Thomas Mann y André Gide, muchos fueron los que cayeron en los avatares de la tentación comunista o que en alguna medida y en una determinada circunstancia fueron influidos por el aparato de infiltración de este extraordinario sistema de incidencia.

Pero no solo las personas se constituyeron en instrumentos para la propaganda. Era necesario recrear una idea acerca de los motivos que mueven a las personas en su afán de buscar su propio sentido existencial. El sueño comunista encarneció el anhelo de mucha gente para la creación de una solución a la amenaza fascista. Sin embargo, y así lo sostiene Koch y otros autores que han investigado este fenómeno de aquellos años, el comunismo de Stalin y el fascismo de Hitler organizaron en más de una ocasión campañas conjuntas para su propio beneficio. Ambos tiranos en connivencia para favorecer su propia expansión.

Además del conocido Pacto Ribbentrop-Molotov de agosto de 1939, que dio lugar a la invasión de Polonia, el incendio del Reichstag fue otro escenario de complicidad articulada y premeditada. Según Koch, el acontecimiento de febrero de 1933 permitió a Hitler, que acababa de llegar a la cancillería, consolidarse en el poder mediante la persecución a los comunistas alemanes, la alianza con los sectores más extremistas de la sociedad y la defenestración de las SA de Ernst Röhm para fortalecer, en su lugar, a las recién creadas Waffen SS.

A Stalin, por su parte, le permitió poner en marcha una gran campaña internacional antifascista que le facilitó la penetración en las democracias europeas, germen de lo que serán luego los Frentes Populares. Según el autor, este acuerdo dio lugar al “movimiento antifascista patrocinado por los soviéticos, una de las principales fuerzas de la vida moral de este siglo y un invento que contó con la colaboración directa del mismísimo Hitler”.

Un ensayo fascinante que nos adentra en los entreveros que desplegó Willi junto a los adeptos y lacayos de Stalin en todo el mundo. Fueron los que perpetraron el fraude político más terrible y efectivo de la historia de la humanidad y coadyuvaron de forma indirecta en los horrores que el mundo conoció después bajo el nombre de Holodomor o los gulags. Y muchos de ellos corrieron la misma suerte acerca de las fatalidades que propicio el estalinismo. El mismo Willi padeció bajo un árbol con una soga en el cuello, víctima de su propio destino.

Hay trazos en este relato sobre la historia que nos interpelan y que, de forma asombrosa, nos refleja en un contexto cada vez más polarizado, donde las verdades ya no existen, sino los ideales pasajeros adaptados a lo que cada uno es capaz de construir para el propio modelo de vida que persigue. La mentira se hace carne en la política y reviste un hálito de desaliento, siendo percibida, cada vez más, como un fin en sí mismo y no como una herramienta para mejorar la calidad de vida de la gente.

El mundo y sus democracias todavía sufren alteraciones promovidas por aquellos que quieren destruirlas, su propaganda y sus infiltrados. El fenómeno estalinista tuvo su máximo apogeo en el siglo pasado, pero sus efectos siguen y persiguen en nuestros días, en algunos casos de forma alarmante. Es un escándalo que exista la tentación de volver la vista atrás cuando delante hay gente a la que se le impone la soga al cuello solo por el hecho de pensar diferente.

Mateo Rosales es abogado boliviano, magister en Gobierno, Liderazgo y Gestión Pública. Reside en Madrid.



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