Brújula Digital|09|09|26|
Gonzalo Lema
Es maravilloso cuanto sucede con las novelas en formato libro: se las lee yendo de principio a fin, por supuesto; pero muchas veces nos sucede que más bien retrocedemos en busca de precisiones o afianzamientos necesarios para continuar nuestro avance. No sólo eso: cerramos el libro para apretarlo contra nuestro pecho o para estamparle un beso en señal de agradecimiento por habernos regalado un mundo (tan parecido este a la pompa de jabón) con personajes maravillosos que nos recuerdan lo buenos que a veces somos, lo malos que nos ponemos, o, por último, lo que nunca fuimos y ambicionamos ser. Al cabo, picoteamos saltando páginas porque no aguantamos el misterio, aunque advertimos que el final sólo tendrá sentido si hacemos bien nuestra tarea de lector. Esto es: caminar con la narración tomados de la mano. La paciencia es habitualmente madre de buenos resultados.
La novela de Amalia Decker lleva el título de este artículo y me parece que insinúa toda la propuesta de su derrotero: búsqueda, misterio, esperanza. Parece compartir los condimentos estructurales de la novela policial clásica o contemporánea. Sin embargo; esta se decanta más bien por el intimismo y la exhibición del alma femenina. Hay búsqueda, sí; y, si bien la trama parece enredarse cada vez más, desde el plano existencial hay encuentro. No quiero revelar nada de lo que escondió la escritora como hilo argumental, sino que pongo énfasis en el hallazgo de mi propia experiencia lectora: las voces que pueblan esta novela son femeninas y cada una de ellas ha de relatarnos, diría que sin cesar, su propia aproximación a los hechos y su propia objetividad. Este recurso narrativo (concurrencia de voces en plano de igualdad) llena de sugerencias y matices el hecho central que les preocupa a todas y, si tomamos en cuenta a los lectores, también a todos.
Mientras los personajes masculinos actúan planos y transitan espacios y tiempos, los femeninos lucen varados, absortos y meditativos como conciencias siempre alertas a los dos mundos: el interior y el exterior. Las personajes se explican a si mismas desde esa atalaya íntima que cala su ser, que lo profundiza, cuestiona y complejiza. No obstante, tal vez cuando la oscuridad alcanza plenitud absoluta, se enciende el potente faro (atalaya, al fin) y se ilumina la vida por venir. Son seres con luz frente a los hombres enigmáticos, con poca densidad y escaso atractivo. Estos rasgos, empero, parecen fortalecer la novela escrita por una mujer que, sin decir nada de orden proselitista, parece militar en las reivindicaciones de género sin ni siquiera despeinarse.
Comentario particular amerita la consistencia de la novela. Cerrada, sin resquicios; acabada en los bordes y al interior; sin rebalses, tampoco con puntas sueltas del ovillo. Yo advertí este su celo en las novelas anteriores, al margen del tamaño heterogéneo de sus ambiciones. Todas ellas lucen como nos gustan los ladrillos: sólidos, harto cocidos, capaces de sostener inmensos edificios. Esa estructura bien lograda permite que, por momentos, alguna de las voces narrativas roce lo demasiado. Igual que las aguas del mar en alzada, que tocan la playa en profundidad, más allá de las huellas cotidianas de sus paseantes, estas voces saben replegarse, agazaparse y descansar. Esperar por su turno como esperan los instrumentos musicales en la sinfonía. Es posible afirmar que se trata de una muy buena empaquetadura para tanto exorcismo y especulación en torno a una investigación a cargo de gente buena e ingenua y sin temor.
La novela se desarrolla sobre (o dentro) un contexto que se insinúa (y, sin embargo, evita ser preciso) de la Bolivia actual. Al tratarse de personajes con libre albedrío y en democracia, se debe acompañar sus apreciaciones con respeto, como solemos hacerlo en distintas ocasiones. Es probable que algún lector despierte de su abstracción inducida por la buena novela y se niegue a retomar el ensueño, pero diría que lo más probable es que apenas se sonría por su desacuerdo.
Amalia Decker escribe muy buenos libros. Se advierte, en todos ellos, la mencionada consistencia, el agotamiento del material novelable, su prosa llana y su ritmo amistoso, capaz de atrapar a sus lectores. Sus historias las hemos oído por aquí y por allá, porque vienen de antaño. Algunas de ellas marcaron a su generación en nuestro país y Latinoamérica. Otras son propias de una clase media en eterna construcción. Las menos son historias de amor, que, aunque siempre parecen tratarse de lo mismo, son siempre diferentes para cada quien.
Gonzalo Lema es escritor.
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