Amalia Decker
Brújula Digital|29|07|24|
Juan Carlos Salazar del Barrio
Una novela admite diversas lecturas. No solo depende de la intención con la que el autor construye su historia y, obviamente, de la trama, sino también de la mirada de su destinatario final, el lector.
Yo percibo en la nueva novela de Amalia Decker muchos de los ingredientes del género negro, que saltan a la vista desde el sugerente título de la obra: No me buscarás en vano (Plural Editores). Y, por supuesto, en el argumento, una historia de intriga y violencia que atrapa al lector de principio a fin.
Como me ocurrió a mí durante la lectura, seguramente el lector se preguntará: ¿Qué investigaba y qué descubrió el columnista que ejercía la crítica del poder desde el periodismo? ¿A quién afectaba lo que estaba escribiendo al punto de causarle la muerte? ¿Quién guarda su secreto?
Si bien no existe un detective al estilo de la clásica novela negra, sí vemos a cuatro mujeres, las protagonistas de la historia, empeñadas en descubrir el misterio que rodea al supuesto suicidio del columnista.
Raymond Chandler, maestro de la novela negra, pone en boca de su mítico detective Philip Marlowe una frase que me vino a la memoria al leer No me buscarás en vano. El cínico y carismático héroe de Chandler dice en El sueño eterno que “los cadáveres pesan más que los corazones destrozados”.
Parafraseando a Marlowe, yo diría que los corazones rotos de las protagonistas de la novela de Amalia pesan tanto o más que la misma muerte de Carlos, el héroe omnipresente, de quien apenas sabemos que es columnista de prensa, autor de artículos explosivos, que presume de hacer “el amor con las palabras, jugar con ellas, para liberarlas de su prisión y darles nueva vida”.
Las protagonistas son cuatro mujeres que caminan a tientas sobre la delgada frontera que separa la verdad de la mentira, sabedoras de que la mentira es a veces el único camino que conduce a la verdad; cuatro sobrevivientes, a las que el mal de amores ha convertido en mujeres peligrosas. “El amor es una maldición”, dice una de ellas, Alejandra, porque te hace feliz y también desgraciada. “Lo peor de todo –agrega–, es que nos enseña a odiar”.
Lo único que las une es un ayer que las confronta y persigue y la búsqueda de la verdad. Ni siquiera la venganza, sino la verdad como único motivo para seguir viviendo. Como dice Philip Marlowe, el detective de Chandler, “hay un gran poder en la verdad y siempre hay algo detrás de la mentira”.
Los personajes son gente de a pie, gente de carne y hueso, cada uno con sus luces y sombras, con sus propios intereses y motivaciones, que se mueven en mundos moralmente ambiguos, entre la lealtad, la confianza y la traición, como el policía de doble personalidad, presunto ejecutor de los siniestros planes del poder político. O su amante, que vendía su cuerpo en un bar para ejecutivos antes de convertirse en esposa de un ministro. O el cura que cumplía penitencia eterna por los pecados que escondía bajo la sotana.
Son personajes envueltos en las turbias relaciones del poder, atrapados en los enjuagues sucios de la política, las redes de la corrupción y la violencia, sobrevivientes del poder defenestrado, que se mueven –como dice uno de ellos– en las mieles y la mierda del poder como peces en el agua; personajes que se han olvidado de vivir, que buscan su redención en la redención ajena y una respuesta a sus dilemas éticos.
Como dice el cubano Leonardo Padura, autor de Pasado perfecto, la primera novela de la saga del detective Mario Conde, la novela negra tiene “la virtud de que te coloca directamente en un lado de la realidad y de la sociedad que siempre es el más oscuro”, porque “habla de lo peor de la sociedad”.
Es la sociedad que retrata Amalia, un país sin ley o un país donde la única ley es la ley de los que detentan el poder, que es lo mismo; un país, en fin –en palabras de Alejandra–, donde “los presentimientos tienen la mala concha de convertirse en profecías”.
La atmósfera en la que se desarrolla la historia –otra característica que la acerca al género negro– es a veces asfixiante, donde el silencio del entramado del poder convive con la violencia, la corrupción, el miedo; donde las sombras se proyectan “como grullas dormidas” –en palabras de Soledad– y abren las puertas a los recuerdos a manera de ráfagas, como fantasmas que se han puesto de acuerdo para acudir juntos en las noches de insomnio. “Tengo la sensación de estar bailando entre las sombras”, dice una de las protagonistas.
La atmósfera tiene a la lluvia como cómplice y telón de fondo. “La ciudad se diluye en una lluvia pertinaz”, dice Alejandra. “La tormenta se acaba de desatar, junto a la danza de los árboles, agitados por el viento”, reflexiona Soledad. “El cielo está gris y triste”, comenta en otra ocasión. Días lluviosos, que empiezan de manera extraña, con la angustia que anuncia los malos presagios, porque, como dice una de ellas, los tiempos de la Historia no coinciden con los suyos.
Y también la lluvia como metáfora: “Sentí sus manos como una suave lluvia en un día cálido”, dice Soledad. Alejandra comenta a su vez: “Mis penas van y vienen como la lluvia”; “la lluvia parece haber llegado para quedarse, pienso si acaso podría yo dejar correr el agua y vivir en paz”, reflexiona más adelante.
El relato descansa en dos de las cuatro protagonistas, Alejandra y Soledad –con Pilar y Shirley como interlocutoras–, quienes hilvanan la historia en primera persona, con una narración de gran intensidad y fluidez, que intercala la reflexión del soliloquio con la descripción de personas y ambientes y los diálogos con el resto de los personajes.
Alejandra y Soledad se retratan a sí mismas y retratan a los demás, con descripciones muy bien logradas, tanto en lo físico como en lo sicológico: las mujeres, hermosas, inteligentes y atormentadas; los hombres, seductores, misteriosos, manipuladores y manipulados, unidos entre ellas y ellos por amores y desamores, en los extraños engranajes y las sutiles redes que teje la vida.
“Cierro los ojos y me esfumo. Me miro sin mirarme y siento que mi rostro se dulcifica con la última figura que se atraviesa: desgarbado, flaco y de sonrisa preciosa”, dice Soledad del amante que no fue. Alejandra describe a Soledad: “Toda ella es un enigma. Sus movimientos me dicen más que sus palabras. Tiene ojos bonitos, con un raro destello. Son negros como el ala de cuervo”.
“Al levantar la vista –dice Soledad de Shirley-, me sorprendo con su belleza. Un poco salvaje, pero sí que es linda. Los ojos negros y rasgados, una boca carnosa y joven. Lo único que no forma parte de toda esa belleza armónica es el cabello teñido a un rubio que chilla en su rostro mate”. Y describe a Alejandra: “Camina sobre unos zapatos planos. Es un poco más alta que yo. Lo primero que me llama la atención es su forma de caminar. Sin proponérselo, lo hace con gracia de bailarina”.
El relato es lineal. Las narradoras nos cuentan los hechos de la forma y en la medida que los viven, y nos muestran los sucesos pasados con detalles, suministrados a cuentagotas para mantener la tensión, que van perfilando el fondo y el trasfondo de la trama.
Alejandra nos pone en contexto al hablar de su exmarido: “Conocí a gran parte de los actores (del viejo poder). Dormía hasta hace unos meses con uno de ellos. Incluso, el propio presidente defenestrado visitó mi casa un par de veces antes de huir con sus más cercanos colaboradores para no ser linchado por la turba enfurecida”.
En otro pasaje, Soledad le confía a Alejandra: “¿Recuerdas la balacera en una hacienda de Santa Cruz, donde mataron a unos supuestos terroristas? (…). Descubrí que el tal Javier no se llama así y que además fue quien dirigió ese operativo tan comentado en la prensa”.
Si alguien quiere ver un guiño de la autora a la adscripción de su novela, o al menos su afición al género negro, lo encontrará en el detalle de la breve conversación que sostiene Soledad con el portero de la vivienda de Alejandra: “¿Quién la busca para avisarle?”, pregunta el empleado. “Agatha Christie”, responde Soledad, una sicóloga-policía que ejerce su profesión en una comisaría de barrio.
Amalia ha recuperado en sus obras sus vivencias políticas, como en Carmela y Mamá, cuéntame otra vez, y también las familiares, como en Tardes de lluvia y chocolate. En todas ellas ha desplegado sus dotes literarias, pero es en No me buscarás en vano en la que mejor desarrolla su faceta de narradora, no solo por la ambientación y la descripción de sus personajes, sino y sobre todo por el ritmo y la fluidez del relato, que permite al lector seguir la trama como testigo privilegiado de los hechos.
En todo caso, como escribí en alguna ocasión, si hay algo que caracteriza a la obra literaria de Amalia, la “música de fondo”, para llamarla de algún modo, es la nostalgia, una nostalgia por mundos que ella añora pero que no acaban de llegar; mundos que ella inventa, una y otra vez, en la búsqueda del mundo que quisiera para ella y para los demás.
No voy a revelar el final de la novela, pero, parafraseando a Agatha Christie, podemos decir que “el mal nunca queda sin castigo, pero a veces el castigo es secreto”.
Juan Carlos Salazar es periodista y escritor. Texto leído por el autor en la presentación de la novela en la Fundación Patiño