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Cultura | 07/06/2024

|Centenario de Kafka|Dos novelas inconclusas|Raúl Teixidó|

Brújula Digital|07|06|24|

Raúl Teixidó

El proceso

Joseph K., empleado de banca, recibe la visita no anunciada de dos funcionarios judiciales. Le notifican que se ha iniciado un proceso en contra suya, sin especificar los cargos que se le imputan.

Su rutina (ir al trabajo, atender asuntos personales, etc.) no se verá alterada por esa circunstancia, como si la notificación que acababa de recibir no hubiese tenido lugar, si bien Joseph K. deberá procurarse un abogado que se encargue de su caso: a todos los efectos, el procedimiento ha echado a andar y no se detendrá, tanto si Joseph K. designa un defensor como si no.

Luego de algunos azarosos incidentes, Joseph K. entabla conocimiento con el abogado Huld, representante de una larga nómina de “acusados”.

Huld le previene que la tramitación de su causa puede prolongarse indefinidamente por “cuestiones procedimentales” (actuaciones suspendidas o declaradas nulas por defectos de fondo o forma, o que se interrumpen o cancelan de modo imprevisto sin que el tribunal esté obligado a reprogramarlas, etc.).

Por lo demás, las resoluciones de dicho organismo tienen carácter definitivo (es decir, son inapelables) con independencia de las pruebas de descargo aportadas por el acusado (casos idénticos o muy similares entre sí pueden ser objeto de fallos diametralmente opuestos) y contemplan tres modalidades:

Absolución real, posible únicamente si se demuestra la inocencia del acusado (no se conocía ningún precedente);

Absolución aparente, que “suspende” la sentencia durante meses o años, al punto de que el procesado podía considerarse libre por el resto de su vida… sin olvidar, en ningún momento, que pesaba sobre él un decreto de acusación sin fecha de caducidad: el día menos pensado, podía llegar a manos de un juez, que procedería a ordenar su arresto inmediato;

La prórroga indefinida, a su vez, “congelaba” el proceso en su primera fase y el acusado podía vivir libre y tranquilo como antes. No obstante –y con objeto de prevenir la remota posibilidad de un “arresto súbito” (teóricamente factible)– debía presentarse ante el juez, con regularidad y de modo voluntario, a fin de “actualizar” su expediente.

El caso de Joseph K., uno de tantos, de penosa e impredecible tramitación (en determinados momentos, ni siquiera el letrado a cargo del mismo acertaba a discernir con claridad el próximo paso a dar), se asemeja a una carrera de obstáculos que Joseph K asume con inusual entereza de ánimo que, sin duda, el tribunal evaluará favorablemente, según Huld.

Todo lo cual no es óbice para que, agotadas las instancias legales contempladas por el procedimiento, el asunto concluya en una sentencia condenatoria (nada autorizaba a suponer que Joseph K. constituiría una excepción).

La noche de un día cualquiera, alrededor de las nueve, los encargados de darle cumplimiento acuden al domicilio de Joseph K. y lo conducen hasta un descampado, en la periferia de la ciudad, donde proceden a ejecutarlo con espeluznante frialdad (escena antológica que trasciende la dimensión puramente “fáctica” de lo narrado, objeto, en lo sucesivo, de incontables tentativas de “interpretación” por parte de los estudiosos de Kafka).

El castillo

Los servicios del agrimensor K. son requeridos en una remota aldea del imperio, a la que este llega en medio de adversas condiciones climatológicas, que le obligan a pernoctar en una posada.

Al otro día, con el propósito de conocer los pormenores del trabajo que deberá desempeñar, K. se encamina al castillo, cuya silueta destaca en lo alto de un promontorio rocoso, a la salida de la población.

El siguiente pasaje resume a la perfección el rumbo que adoptarán los futuros acontecimientos:

“(…) la carretera no conducía hacia el cerro del castillo, tan solo se acercaba al mismo y luego, como si lo hiciera adrede, doblaba y, si bien no se alejaba del castillo, tampoco llegaba a aproximársele”.

Al regreso de su improductiva caminata, a K. se le informa que precisa un permiso de residencia para permanecer en la aldea. El alcalde de la localidad se encargará de tramitar el asunto.

Aprovechando la presencia de K. en su despacho,  este le informa que no se precisa ningún agrimensor. K. se pregunta si todo no es fruto de un malentendido. Su interlocutor se desentiende de aquella situación presuntamente “anómala” y añade que, no obstante, K. queda asimilado al “servicio condal”. De hecho, su primer cometido será asumir las funciones de bedel de la escuela, a petición del profesor.

Dicho establecimiento educativo, así como la posada y la cantina anexa y su numeroso personal de servicio, así como la aldea en su conjunto, se encuentran bajo la jurisdicción del castillo, adonde una y otra vez, con infructuosa persistencia, K. intentará llegar a lo largo de la novela.

Sus denodados esfuerzos se malogran, uno detrás de otro. Sus “ayudantes”, cuya misión es “facilitarle las cosas” son torpes e ineficaces, en la misma medida que los funcionarios de rango menor a quienes K. recurre, esperanzado en culminar su objetivo.

Kafka escribió el desenlace de El proceso, aunque la obra quedó inconclusa. En lo referente a El castillo, Max Brod sostiene que Kafka le había adelantado el final de la novela. Su testimonio, en este sentido, es invalorable y puede resumirse en estos términos: la salud del agrimensor K. está gravemente deteriorada. En su lecho de muerte se le informa que el permiso de residencia que viene tramitando desde mucho tiempo atrás, finalmente no le será otorgado, si bien “en atención a sus circunstancias personales”, se le autoriza a vivir y trabajar en la aldea, con los mismos derechos y obligaciones que el resto de sus habitantes.

Para el antihéroe kafkiano –ejemplarmente personificado en ambas novelas por Joseph K. y K., respectivamente–, al fin y al cabo, resistir equivale casi tanto como a vencer.

Franz Kafka falleció el 3 de junio de 1924, a la edad de 41 años, y recibió sepultura en el cementerio de Stranisce de Praga, su ciudad natal. Para el centenario de su muerte se están organizando eventos de homenaje en todo el mundo.

Raúl Teixidó, nacido en Sucre, cursó la carrera de Derecho en la Universidad de San Francisco Xavier de Chuquisaca. Dio clases de filosofía. Ha escrito varios libros de cuentos y publicado ensayos y artículos varios.





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