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Cultura | 21/01/2024   05:00

|CRÍTICA|Neruda: verbo y verga|Jorge Patiño|

Brújula Digital|21|01|24|

Jorge Patiño Sarcinelli

En algún lugar de la mente guardamos el prejuicio, ya convertido en intuición inamovible, de que una persona buena en una cosa tiene que serlo en otra sin relación con la primera. Así, damos más crédito a las opiniones de Einstein sobre política o a las de Borges sobre fútbol, que a las de un común mortal. Los estudiosos del tema le han dado el nombre “efecto halo”, refiriéndose a que quien tiene un halo de santidad se gana el beneficio de la duda en cuestiones ajenas a esa santidad o hasta reñidas con ella.

Para muchos, que un sacerdote sea pederasta o que una monja venda bebés, es absurdo; es decir, disonante. De hecho, cuando nos enfrentamos a situaciones como estas, que contradicen nuestras intuiciones arraigadas, entramos en disonancia cognitiva: dos partes de nuestra mente entran en contradicción.

Cuando eso sucede, tendemos a buscar escapatorias. La primera es dudar del hecho, cuestionar la veracidad de la fuente o la fiabilidad del mensajero, etc. La segunda es quitarle el halo al pecador. Si te dicen que un banquero brillante es un ladrón, al tiro exclamas ¿qué esperabas de un banquero? Si te dicen que la Madre Teresa era corrupta, estarías más dispuesta a creerlo si te revelaran que era pariente de Ceaușescu.

Cuando se trata de artistas, tendemos a crear otro tipo de ensaladas disonantes. De un artista no te sorprende que sea ególatra, mujeriego, alcohólico o que no pague sus cuentas. De hecho, una de las “exigencias de la bohemia”, como decía nuestro Coello, es el alcohol nocturno, las deudas menudas y el zaparrastroso vestir. Son rasgos de artistas. Sin embargo, hay pecados tan canallas que hacen temblar esa intuición que pide que una persona que se entrega al arte sea menos mala que los demás. Intuición falsa, por cierto, como sabemos. Salvador Dalí es un buen ejemplo y Pablo Neruda otro.

El reciente libro de Verónica Ormachea, Neruda en su laberinto pasional, nos muestra ese peor Neruda; no solo el poeta mujeriego, doble, mentiroso, infiel y cobarde, sino el canalla, el que viola a una mujer humilde en Sri Lanka, el que se esconde de una mujer apasionada que lo busca, el que abandona a su mujer con su única hija porque esta nace con hidrocefalia, el que no tiene la hombría de decirle a su esposa y compañera de veinte años de lucha, que la está dejando por otra mujer menor, y pide a unos amigos que se lo digan. Es decir, un pusilánime. La palabra es particularmente ácida en este contexto porque quiere decir pequeño de alma y es justamente lo opuesto de lo que imaginamos de un gran poeta.

Los admiradores de Neruda tienden hacer contorsiones intelectuales para justificarlo y hablan de contradicciones y paradojas, de que todos tenemos nuestro lado oscuro y que él era humano, demasiado humano, etc.; todo antes de abandonar ese prejuicio del halo del poeta. Cierto, el rango de lo humano es muy amplio, pero reconocerlo no absuelve a alguien que hace méritos para caer en el extremo podrido de la escala.

Lo cierto es que Neruda era ambas cosas sin que haya en ello contradicción: un buen poeta y un mal tipo; un artífice la palabra y un sucio canalla al que habría que haberle escupido en la cara. Pero ¿quién le escupe a un premio Nóbel? Lo cierto es que hoy en día no le hubieran dado el premio; lo que quizá sea un “efecto halo” a la inversa. Que Polanski o Allen hayan hecho lo que se dice que han hecho, o Ezra Pound haya sido un fascista, no hace que sus artes sean menores.

Sin embargo, Neruda nos plantea otro dilema disonante. ¿Cómo es posible que el poeta que ha escrito Los versos del capitán y la Canción desesperada haya también escrito algo tan malo como El canto general o Las uvas y el viento? Quizá lo inspiraron amores menores, pero eso sería caer en el machismo sutil de culpar a las musas. Que la culpa sea de Stalin, tampoco me convence.

El libro de Ormachea tiene la honestidad de mencionar los episodios feos de la vida de Neruda, pero no está dedicado a explicarlos, sino a relatar en secuencia temporal los muchos “amores” de Pablo Neruda. Pongo amores entre comillas porque que hayan sido amores y no arrecheras o meros entusiasmos es una cuestión que ella esquiva usando una sola palabra: amor (y su derivado enamoramiento). A falta de otra información, quizá imposible de haber, aceptamos la tesis: Neruda no solo era un seductor en serie, sino un enamoradizo en serie.

El libro de Ormachea lleva el subtítulo “en su laberinto pasional”. Laberinto es según el diccionario “Lugar formado artificiosamente para confundir al que se adentra en él, de modo que no pueda acertar con la salida”. El sugerente subtítulo es un acierto, pero la definición no refleja esa vida amorosa de Neruda, que más que la de un perdido que no encuentra salida, es la de un conquistador que vive una larga secuencia de “amores” como una carrera de pequeños y grandes obstáculos que va desechando, y a quien nunca detienen los escrúpulos; rasgo que para él quizá estaba reñido con la alta misión terrena de su arte.

Don Juanes

Es aquí pertinente recordar la figura de Don Juan; uno de los grandes mitos de la literatura occidental, del cual hay muchas versiones: Tirso de Molina, Zorrilla, Molière, Pushkin, Camus, Saramago y otros. En todas, él es el artífice de la palabra, que gana voluntades armado de ella y nada más. El verdadero Don Juan es feo, para poner en evidencia ese poder del verbo; es la victoria de la poesía sobre la apariencia; como en Cyrano. Los poetas juegan siempre en ventaja en este terreno y Neruda usaba con eficacia su habilidad verbal para lograr sus objetivos eróticos, con la complicidad, evidentemente, de las mujeres sensibles a sus versos.

Sin embargo, ese afán pide una elección entre las variantes del mito. En la lectura de Camus, por ejemplo, “Don Juan no piensa en ‘coleccionar’ mujeres. Si amar bastase, dice Camus, las cosas serían simples. Don Juan no va de mujer en mujer por falta de amor. Es ridículo representarlo como un iluminado en busca del amor total. Pero es justamente porque las ama con idéntico arrebato, y siempre con todo su ser, que necesita repetir esa entrega”. La conquista es un fin en sí mismo, nada trasciende al acto, pero ella implica también una “entrega”. 

¿Fue Neruda un Don Juan en clave Camus? Ormachea nos lleva con muy buen ritmo narrativo –su mayor logro literario en esta obra– por esa trayectoria de conquistas, pero no se detiene a ofrecer explicaciones, excepto, tímidamente, la muerte prematura de la madre, o que era un eterno “enamorado del amor”; una frase quizá bonita, aunque manida, pero que no explica nada; ni creo que Ormachea la ofrezca como clave sicológica definitiva.

El interesado encontrará abundante material para reflexión en este libro de Verónica Ormachea, pero no se debe perder de vista que lo que ella nos ofrece con libertad de imaginación, no toda verosímil ni suficientemente editada, es una versión de Neruda; es decir, una lectura de hechos conocidos que proyecta sobre la vida erótica, literaria y política de Neruda las fantasías no siempre originales de la autora. Sospecho que ni ella misma pretende que sea una visión histórica, completamente objetiva ni definitiva. El lector deberá hallar sus propias soluciones a los dilemas sicológico, ético y literario que sugiere este libro. No dudo de que disfrutará del intento.





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