Fernando Molina
El más reciente lanzamiento de Netflix es también la más recientes película de la gran actriz Julia Roberts, que actúa junto a los también excelentes y célebres Mahershala Ali, Ethan Hawke y Kevin Bacon. Se llama “Dejando el mundo atrás”, está basada en la novela del mismo nombre de Rumaan Alam, y ha sido dirigida por Sam Esmail (“Mr. Robot”). Un estreno de campanillas.
Tanto la película como la novela medran de una de las más potentes industrias culturales de la actualidad: la industria del miedo. No tanto del miedo a los fantasmas o los monstruos, que también le gusta experimentar vicariamente al público contemporáneo, sino el miedo a una posibilidad cada vez menos imaginaria: el fin del mundo.
Una forma de conjurar el temor real que sentimos por un futuro apocalíptico es especular sobre su realización, ponderar sus posibles formas, tratar de reducir lo hipotético a lo fantástico, pues esto nos da una cierta ilusión de control. Esta es una de las funciones del arte. Una función positiva, no la única. Desde un punto de vista más crítico, la industria del miedo puede considerarse un aparato ideológico de inducción al conformismo, pues, con su contribución, la imaginación política contemporánea deviene distópica y nihilista.
El apocalipsis en el cine ha tenido casi todas las formas imaginables, desde la del colapso natural hasta la de la catástrofe nuclear, pasando por meteoritos, epidemias, zombis, invasiones extraterrestres, etc. Los enfoques también son muy diversos: una obra puede contar la caída del mundo o la humanidad, ya sea que esta ocurra (“2012”) o logre ser evitada (“Armageddon”), o puede centrarse en los efectos posteriores de esta caída sobre una persona (“Soy leyenda”, basada en una novela de Richard Matheson que de alguna manera comenzó la seguidilla) o sus efectos sobre una familia (“La carretera”, por ejemplo, también basada en una novela de un famoso escritor: Cormac McCarthy) o sobre un grupo, etc. Incluso puede imaginar, con muchos o pocos detalles, una sociedad posapocalíptica (“Oblivion”, “Elysium”, en fin…).
“Dejando el mundo atrás” se acomoda dentro de esta amplia gama de alternativas como la versión minimalista. Trata de un número acotado de personajes que se encuentran por azar en un paraje campestre, dentro de una mansión, y que reaccionan a ciertos indicios de que se ha producido una catástrofe de alcance global. La película se detiene largamente en las relaciones entre estos personajes, mientras que las noticias sobre la destrucción del mundo, que llegan por cuentagotas, sirven como alicientes o thrillers para el espectador.
El problema reside en que estas interacciones entre dos familias que, mal que les pese, deben vivir juntas esta experiencia límite, no conmueven ni son verdaderamente relevantes. Están muy bien actuadas, como corresponde a un electo tan ilustre. Sin embargo, adolecen al mismo tiempo de un carácter fragmentario, incluso rudimentario, como si fueran esbozos o el filme hubiera sido concebido como el primer capítulo de una serie en la que, con calma, se podría desarrollar lo planteado. Este efecto de “potencia que no se convierte en acto” es el pecado del minimalismo. Otro defecto de esta corriente es la frialdad (pensemos: ¿qué puede ser más frío que una mesa limpia de adornos o un muro con un cuadro solitario y minúsculo?); de ella también puede acusarse a la película.
Otro hecho que quizá pueda explicar el carácter finalmente anodino de las conductas de los personajes es la simplicidad y hasta bobería de las premisas del guion, que pueden resumirse de la siguiente manera: a) las personas son malas, excepto que también pueden ser buenas; b) para destruir la sociedad, basta sacar de en medio los mecanismos estatales de conservación del orden público. Lo primero es baladí. Lo segundo no se aplicaría casi a ninguna sociedad real y menos todavía a Bolivia, ya que los bolivianos estamos acostumbrados a vivir sin Estado.
En suma, “Dejando el mundo atrás” constituye otro caso de contraste entre la abundancia de recursos formales –grandes actores, bellas locaciones, encuadres fantásticos– y la pobreza del discurso que estos deben representar.