Raúl Peñaranda / Columna Cara o Cruz, publicada originalmente el 24 de
abril de 2014
Un audaz argentino, un afamado novelista colombiano y la mayor premiación latinoamericana de periodismo conforman los elementos de esta historia, de desenlace inesperado.
El audaz (¿irreverente?, ¿descomedido?) argentino es un fotoperiodista de amplia experiencia y considerado en su país como uno de los mejores de su generación. Recibía, hace una década, el premio anual de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano, nada menos que 25.000 dólares en efectivo, además de ser invitado a una cena con el presidente de la entidad, Gabriel García Márquez, recientemente fallecido.
El salón principal del Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, en el que se realizó la premiación, estaba abarrotado de asistentes: periodistas, escritores, dirigentes políticos, empresarios, estudiantes de comunicación y literatura, admiradores del Gabo, etc. No cabía un alfiler.
Después de recibir el cheque de 25.000 dólares de manos de García Márquez, el audaz argentino (¿desubicado?, ¿provocador?) subió a la testera y empezó a pronunciar su discurso. Versó sobre la importancia del periodismo y la necesidad de recuperar para éste su cualidad de contar historias. Y ofreció un modelo a ser imitado por los reporteros más jóvenes.
Esa persona a ser imitada, dijo, es “un novelista latinoamericano de gran proyección”, alguien que “empezó siendo periodista”, un hombre que “salió de su pueblo natal para recorrer después su país y el mundo”, un “insuperable contador de historias”.
El público esperaba que el audaz argentino (¿agitador?, ¿díscolo?) dijera de una vez el nombre del novelista y siguiera adelante en su discurso. García Márquez parecía pensar lo mismo. Quizás cruzó por su mente que le habían dicho mil veces que era el “insuperable contador de historias”. “Qué frase más cliché”, puede haber pensado.
Pero el periodista premiado prefirió mantener el suspenso todavía unos instantes más. Siguió alabando al “novelista que marcó el ‘boom’ latinoamericano”, e hizo referencia a un libro en el que el personaje principal recorre localidades “contando historias”. Llegó al final de su alocución, mirando primero al Nobel de Literatura que tenía a pocos metros de distancia y luego posando la mirada en el centro del auditorio:
-Ese escritor es Mario Vargas Llosa. La novela a la que me refiero es El Hablador.
Y terminó su discurso.
Yo me sobresalté, fue como si me hubiera caído un rayo en el espinazo. Un murmullo recorrió todo el salón. Los aplausos no pudieron disimular la sorpresa.
García Márquez dejó el vaso de agua que tenía en la mano, se paró con cierto esfuerzo para felicitar al audaz argentino (¿insolente?, ¿de suma honestidad intelectual?) y le dijo, perceptiblemente para mí desde el lugar privilegiado en el que me encontraba:
-Muy buen discurso, felicidades amigo.
“Solo un argentino se anima a estas cosas”, me comentó un colega. Francamente.
Vargas Llosa era, como se sabe, el rival literario más importante de García Márquez y, después de haber tenido una íntima amistad, se distanciaron definitivamente en 1976, cuando el primero le dio un puñetazo al segundo, sin que las razones de ello hubieran sido nunca confirmadas. Este artículo es un homenaje para los dos.
RPU