Ponencia leída por la escritora y periodista boliviana Amalia Decker durante el Encuentro de Literatura Hispanoamericana realizado en París, organizado por el Instituto Cervantes.
Brújula Digital |02|11|23|
Amalia Decker
Coincidirán conmigo que pertenecer al tercer mundo sugiere una gama de prejuicios sobre lo que somos o dejamos de ser. Es como si tuviéramos que explicarnos permanentemente: soy pero no soy. Y muchas veces para ser aceptados sacamos nuestro lado ancestral indígena; o en el peor de los casos, nuestro folklore. Este es un tema pendiente que debe ser superado; estamos obligados a encontrar un camino, un punto de inflexión para alcanzar una mirada de claridad horizontal: ni paternalismo ni sumisión. La palabra no puede ser excluyente y menos restrictiva.
Bolivia, a la que me quiero referir no solo desde el campo literario sino de manera general, como única forma de entenderla, es aún considerada una nación rara, inaudita, encuevada entre sus montañas y que hace referencia únicamente a una parte de su realidad geográfica. Quizá por su infinito altiplano, sus altos picos montañosos o la más famosa de sus ciudades, encajada a 4.000 metros de altura, mi propia ciudad y de donde vengo yo.
Y en los últimos tiempos conocida por haber tenido un Presidente indígena que se paseó por el mundo con un jersey de la globalizada China, a pesar de haber llegado al Gobierno con la promesa de descolonizar al país. Y claro, Bolivia es más que eso. Desde las alturas descendemos a unos valles amigables. Y seguimos más abajo hasta encontrarnos con unas explosivas junglas y llanuras amazónicas donde habitan seres humanos que sufren, que gozan y viven sus misterios en una diversidad no solo geográfica sino también humana: artistas, pintores y escritores anónimos que bien podrían ser cobijados en los anaqueles de las librerías más importantes del mundo.
No es una mirada de queja. Es simplemente un dato de la realidad. Y a la prueba me remito. Pregunto a este auditorio, sin duda, todos amantes de la palabra, si pudieran mencionar a 10 autores bolivianos de hoy o de ayer que hayan pasado por su acuciosa lectura. Yo, sin ninguna dificultad puedo acudir a mi memoria y destacar a escritores chilenos, uruguayos, peruanos, colombianos, argentinos e incluso brasileros, que, a pesar de no tener una lengua común, son muy cercanos y entrañables. Yo crecí leyendo a João Guimarães o a Jorge Amado. Y claro que mis ojos han surcado otros mares para llegar a este viejo continente y deleitarme con el señor de la Mancha o la pasión de escribir de Gustave Flaubert: españoles, italianos, portugueses me han transportado por mundos anchos y ajenos a los que he hecho míos gracias a la magia de la palabra.
Y no se trata de una discriminación literaria en particular a la que me estoy refiriendo. Admitir eso sería minimizar el problema y no creer en el rol de la palabra que obra milagros, que florece y da frutos, creando destinos... Y algo ha hecho, por supuesto. Pero no es suficiente. El tema es, indudablemente, más profundo y complejo que eso. Si bien es cierto que América, como decía Fuentes, era un sueño y una pesadilla al mismo tiempo, hoy Bolivia es una Nación a la que los bolivianos la hemos inventado en ese imaginario al que hace referencia el escritor mexicano: un imaginario de pesadilla que se repite en nosotros de manera obsesiva.
Pero pareciera ser que no le interesa a nadie más. Fuera de nuestras fronteras no existimos. Hace poco vi un reportaje televisivo sobre el Salar de Uyuni, el más grande del mundo, un espejo natural que da la impresión al visitante de estar entre dos cielos y cuya inmensidad infinita pertenece a suelo boliviano. El periodista de marras, en su reportaje repartió, en cuestión de segundos ese territorio entre Chile y la Argentina, pasándose por el aro a Bolivia. Esta podría apenas ser una anécdota chauvinista sin importancia, claro, si ella no se repitiera de manera recurrente. Por eso insisto, los bolivianos la reinventamos, la soñamos a cada instante porque, claro, la necesitamos.
Somos o no somos ante las pasiones y sobre todo ante la voluntad del mundo; uno que se agranda para compensar la disminución. Hay un sin número de ejemplos que podría mencionar, pero solo reitero que ese pedazo de territorio no existe en las noticias, en la televisión, en los periódicos del mundo, a pesar de su profunda y cotidiana vida, no solo en la política sino también en las artes y en la literatura.
Y hablando precisamente de lo que nos atañe, la literatura, se podría concluir de manera apresurada que Bolivia no produce y de ahí su invisibilidad. Y, sin embargo, nada más voy a referirme a una mujer que probablemente no está en el catálogo de sus lecturas. Se trata de Adela Zamudio, poeta y novelista que nació y vivió montada a caballo entre el XIX y el XX. Una mujer que tuvo la capacidad de multiplicarse, de dar saltos excepcionales para su época y de ser el germen de la voz femenina, no solo en la defensa de sus derechos sino en las razones de la dominación patriarcal. “Íntima”, su novela epistolar, dicho por estudiosos, sostienen que por primera vez y no solo en Bolivia sino en América Latina, hay una voz narradora encarnada por una mujer. Virginia Ayllón, erudita en la obra zamudiana nos dice que Adela es para los bolivianos una especie de sentido común. No hay boliviano que no sepa algo de ella, que no haya leído alguno de sus poemas. Y quizá, precisamente por ese conocimiento popular es que no se la conoce en su verdadera dimensión, como ocurre con los clásicos griegos o latinos, que por ser, precisamente eso, en el mejor de los casos apenas se les echa una mirada apresurada, presionados por el peso de su presencia en el mundo cultural o por una exigencia en el bachillerato.
Y claro, solo leyendo el conjunto de su obra es posible escudriñar y descubrir lo que se esconde. Es precisamente en esa parte oculta donde está su pensamiento, uno que va más allá de la agenda feminista de los años veinte. No solo denuncia, sino que busca y quiere entender las razones de su dominación. De manera, adelantada, el año 1922, sostiene que las mujeres deben ser educadas para tener derecho a un proyecto propio de vida. Mucho tiempo después, la descomunal Simone de Beauvoir, escribe su obra cumbre, “El segundo sexo” y en ella sostiene algo parecido a lo que anticipó la Zamudio: “Hemos sido educadas para el beneficio de los otros y nuestra verdadera libertad está en que debemos ser educadas para beneficio nuestro”.
Podría hablar horas de ella y su obra pero por razones de tiempo, solo voy a leerles un pequeña estrofa de uno de sus poemas más emblemáticos: “Nacer hombre”.
“Oh mortal privilegiado
Que de perfecto y cabal
Gozas seguro renombre
En todo caso, para eso
Te ha bastado nacer hombre”
Fueron suficientes 190 palabras para resumir su existencia en un mundo injusto e ingrato y otras 150 para despedirse. “Nací en Cochabamba. Creo que el 54 o el 55. No tengo mi fe de edad. He pasado mi juventud a la cabecera de una madre enferma y mi edad madura como vejez, luchando penosamente por la vida”.
Poco antes de partir le hizo llegar a un amigo, otro gran pensador boliviano, Franz Tamayo, palabras con las que se despide del mundo y que hoy rezan en su tumba como epitafio. “Vuelvo a morar en ignorada estrella/libre ya del suplicio de la vida/allá os espero;/hasta seguir mi huella/lloradme ausente pero no perdida”.
Adela Zamudio, Hilda Mundy, Virginia Estenssoro, Lindaura Anzoátegui, Augusto Céspedes, Carlos Medinaceli, Bautista Saavedra o Edmundo Camargo son algunos de los nombres de hombres y mujeres de las letras que han alumbrado el camino y que apenas hace poco se les viene quitando el polvo del olvido. Es, sin duda, una pena que nos hayamos privado de esa bella literatura. Y no solo en el mundo sino en el pequeño universo boliviano.
Confieso, y con culpa, que yo también la descubrí tarde. Fue como entrar en un mundo paralelo de fina letra y de fina ironía, lejos de la idea preconcebida de que la literatura boliviana es pesimista y triste, que solo habla de nuestros mineros, de nuestros campesinos. Espero que esta pequeña provocación haya logrado alguna curiosidad para que se animen a cruzar a esa orilla. Los libros apilados en los anaqueles están muertos y solo los lectores y los estudiosos podrán revivirlos, sacarlos de esa cárcel del silencio y el olvido.
Admito que al hablar de la invisibilidad de mi país, de manera casi automática, he destacado también la invisibilidad de la mujer en el pasado y aunque es verdad que hemos avanzado, es también cierto que queda mucho por andar. Déjenme confesarles que mientras más me adentro a conocer, a leer a las escritoras, más me convenzo de que las mujeres escribimos desde el cuerpo, porque enaltecemos el deseo que emerge como poder, como territorio que se disputa en la dimensión política y pública. Lo hacemos a través del cuerpo, como lo hacía Elena Garro y otras que se hacen y se deshacen, que cambian y se rebelan para ser quienes quieren ser.
Todo esto nos permite el don de la palabra, la misma que debe servirnos para unirnos en nuestras batallas comunes y, por supuesto, para encontrarnos en eventos como este. Aquí se nos ha concedido generosamente el honor de ensalzar la herencia de Cervantes, cuya mancha nos cubre amorosamente y cuyo legado nos permite encontrarnos envueltos en la poderosa lengua común. Es un encuentro en la diversidad. Somos pues la expresión del sincretismo o fusión de las culturas del mundo hispanoparlante, reunidos para hacer buen uso de nuestra lengua a través de la palabra.
BD/RPU