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Cultura y farándula | 31/10/2025   06:00

|CRÍTICA|Intrahistoria de Kafka|Raúl Teixidó|

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Don Miguel de Unamuno fue filósofo, ensayista, novelista, dramaturgo y (no por último menos importante), Rector Magnífico de la Universidad de Salamanca. Su famosa frase Lo que Natura non da Salamanca no lo presta, luce, como un emblema, en esa ilustre casa del saber.

Entre otros muchos aportes teóricos, Unamuno otorgó carta de ciudadanía al concepto intrahistoria o «historia por dentro», aplicable a las acciones –minúsculas y a menudo irrelevantes— que llevamos a cabo todos los días y que se integran en una cotidianeidad reiterada y múltiple, casi ritual, dinámica del hormiguero humano y denominador común (conductual) de individuos de la misma especie. Ser y estar que nos identifican y, al mismo tiempo, nos diferencian: tomar el café por la mañana, acudir al trabajo, leer un periódico, pasar por la barbería, abrigarnos si hace frío, etc., etc.

Desde ese punto de vista (por demás revelador) la vida de Kafka –reiterativa en gestos y razonable en propósitos-- puede asimilarse, perfectamente, a la de cualquiera de sus contemporáneos, incluidos nosotros mismos, si lo hubiéramos sido.

Algunos rasgos constitutivos del paisaje íntimo de aquel hombre —excepcional en todos los demás órdenes de la existencia— se resumen en los siguientes párrafos.

Kafka llevaba siempre consigo una libreta de notas en la que, de vez en cuando, trazaba algunos bocetos a lápiz. Se conserva, por ejemplo, el «retrato» que hizo de Julie Löwy, su madre, mientras jugaban la habitual partida de cartas en la mesa del comedor: vemos a una señora de aspecto grave, algo entrada en años, con anteojos de visión próxima (el cristal derecho más cerca del ojo que el izquierdo).

Delgado, de paso ágil y elevada estatura (182 cm), partidario de la medicina naturista y buen nadador (el Moldava y la piscina municipal podían atestiguarlo), siguió, durante mucho tiempo, el método Müller (popular en media Europa) de ejercicios gimnásticos sin aparatos, destinado a procurarse (y mantener) la «buena forma» (algo parecido al fitness actual). Kafka los practicaba en su habitación, con la ventana abierta incluso en invierno, indiferente a los copos de nieve que se colaban a través de ella.

La noche del 23 de septiembre de 1912, Kafka la pasó redactando, de un tirón, hasta las primeras luces del alba, su relato La condena. Poco habituado a escribir varias horas seguidas, acusó el esfuerzo al punto de no encontrarse capaz de acudir a la oficina a las ocho menos cuarto de la mañana, como todos los días. Solicitó un permiso de media jornada, pretextando mareos y unas décimas de fiebre. El director y sus compañeros de trabajo se interesaron por su salud (Kafka no era precisamente «uno más» de la plantilla).

Según el testimonio que nos dejó Gustav Janouch en su hermoso libro Conversaciones con Kafka, Franz era lector infatigable y poseía exhaustivos conocimientos sobre la literatura alemana (y europea) de los dos últimos siglos, si bien también se entregaba, de buen grado, a empeños menos exigentes, como los relatos de aventuras exóticas en la línea de Viaje por el Amazonas o Pueblos primitivos del interior del Brasil, del antropólogo Karl von den Steinen.

Amable y receptivo, incluso ante sujetos a priori necios o insignificantes, Kafka carecía de enemigos y detractores y la crítica literaria tenía un concepto muy elogioso de su escasa obra publicada. Daba largos paseos, le agradaban los viajes, la cerveza (que bebía con asiduidad, como Marx), el cine, el teatro-cabaret, los vodeviles... Y, sin la menor duda, las mujeres, en cuya compañía sentíase indeciblemente cómodo, en especial si eran cultivadas e inteligentes.

Contrariamente a la impresión que suscita su imagen literaria y el carácter sombrío y claustrofóbico de su obra, Kafka fue un hombre dotado de extraordinaria empatía (cualidad que nos permite solidarizarnos con las miserias y tribulaciones del prójimo).

Se cuenta que un día lloró al leer la noticia de una joven de 23 años, llevada ante los tribunales por estrangular a su bebé de 9 meses, impelida por el hambre y la pobreza. A la par que, poco tiempo después, sintióse pletórico cuando supo que el juez de la causa, considerando el estado de «extrema necesidad y abandono» de la acusada, la había exculpado. Además, se había abierto una colecta pública en su favor, confiando en que sería capaz de rehacer su vida.

Era asimismo manifiesta la solidaridad de Kafka hacia los damnificados por siniestralidad laboral, cuyos expedientes de indemnización le correspondía tramitar. Lo hacía reduciendo al máximo las complicaciones burocráticas, a fin de que el tribunal resolviese sin mayores dilaciones los asuntos que llegaban a su conocimiento.

Kafka residió en Berlín entre septiembre de 1923 y marzo de 1924. Frecuentaba el parque Steglitz. Cierto día encontró allí a una niña de corta edad, llorando porque su muñeca se había perdido. Kafka la consoló, asegurándole que no se había extraviado ni mucho menos. Simplemente, estaba de viaje. Y él lo sabía por una carta suya que había recibido. La niña quiso verla y Kafka le prometió enseñársela al otro día. Sin demora, volvió a casa y se puso a redactarla lo más convincentemente que pudo, persuadido de que estaba ante un caso «en el que la mentira debía convertirse en verdad a través de la verdad de la ficción».

La niña aún no había aprendido a leer, de modo que Kafka se brindó a hacerlo por ella. La muñeca confirmaba, en efecto, haber cambiado de aires, aunque eso comportara una separación temporal, que compensaría escribiéndole todos los días (lo que, por lo tanto, hizo Kafka, asumiendo la identidad de la muñeca ausente).

En cada entrega, añadía una nueva circunstancia: la remitente se hacía mayor, iba al colegio, hacía nuevas amistades... Y, como a toda niña bien correspondía, contemplaba la posibilidad de encontrar un buen partido y casarse. El propósito de Kafka era preparar anímicamente a la niña a fin de que terminara por asimilar la situación y la considerara como algo natural y deseable, puesto que su muñeca estaba contenta y parecía haber encontrado la felicidad lejos de allí. 

El juego duró tres semanas. En la última misiva, el anunciado casamiento se llevaba a efecto. A consecuencia de ello, la remitente decía tener nuevas «obligaciones e intereses» que le impedían recuperar su antigua vida. Comprenderás que, en el futuro –concluía— tendremos que renunciar a vernos. La niña aceptó los hechos consumados —tan delicada y afectuosamente expuestos por aquel buen amigo que había conocido en el parque— y se resignó.

Aquellas cartas costarían hoy una fortuna. Lamentablemente, no fueron recuperadas. La hipótesis más plausible es que se encontraran entre los documentos que Dora Diamant, por entonces compañera de Kafka, destruyó (incluyendo las cartas que el propio Kafka le había escrito), en un acto de incomprensible egoísmo y estulticia.

Tampoco llegó a establecerse la identidad de la niña del parque Steglitz que, insospechadamente, tuvo el privilegio de ser objeto de la atención casi paternal del misterioso desconocido que fallecería apenas unos meses más tarde.

Milena Jesenská, en su elogio fúnebre, entre otras consideraciones, manifestó: «Kafka fue un hombre bueno que escribió libros terribles y maravillosos». Que, por cierto, nos permitimos añadir, le condujeron desde una intrahistoria personal y peculiarísima al libro de la Historia con mayúscula.

—Raúl Teixidó es escritor boliviano radicado en España 





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