Brújula Digital |01|10|23|
Fernando Molina | Tres Tristes Críticos
Luego de una larga racha de libros bélicos e históricos, Arturo Pérez Reverte ha entrado en un género, el policial de investigación y misterio, con el que coqueteó en sus comienzos como novelista (“La tabla de Flandes”, “El club Dumas”).
“El problema final” es, ya desde el título, un intento de traer nuevamente a Sherlock Holmes a la literatura. El enésimo intento, habrá que decir. La influencia de este personaje sobre la cultura popular comenzó cuando todavía vivía Arthur Conan Doyle, que, como es sabido, recibía decenas de cartas para el detective. No tengo idea de cómo será ahora, pero a fines del siglo pasado, la oficina de correos de Londres había creado una casilla para la correspondencia espontánea para con el hombre capaz de “abducir” (antes que “deducir” o “inferir”) las respuestas a los enigmas más diversos, desde el trayecto realizado por un caminante para llegar a determinado lugar, hasta el culpable de un crimen.
La idea que tuvo Pérez Reverte para lograr su propósito es simple y pudo haber sido eficaz, de no mediar los problemas de ejecución. Puso en el centro de su novela a un actor de principios del siglo XX que había encarnado 13 películas de Sherlock Holmes. Cuando este actor, Basil, se encuentra en un típico escenario de la novela de misterio, una isla de la que nadie puede salir o entrar a causa de un temporal, y se comienzan a producir muertes sospechosas, los ahí presentes dan con él como una suerte de sucedáneo de la Policía que no puede llegar al lugar.
Este paso del actor al personaje que encarnó a lo largo de su vida y cuya apariencia corporal ha llegado a constituir con su rostro y su facha, resulta algo artificioso, pero en mi opinión, no lo es menos que otros elementos típicos del género (el crimen dentro de una habitación cerrada, el criminal que mata y, al mismo tiempo, hace referencias literarias o da señales de sus próximos movimientos). Sin embargo, parece que Pérez Reverte lo encontró (encontró este punto del estatuto del investigador y narrador de la novela) tan problemático, que nos atosiga durante dos tercios de la novela con justificaciones y, también, con sucesivos cuestionamientos del mismo.
El propio Basil se entrega a esta disputa identitaria (“soy un actor, no un detective”, etc.), pese a que ya “actúa” (este verbo funciona aquí como un juego de palabras) como el amigo de Watson. A propósito, en la novela también existe un Watson. Es el escritor español Foxa, que acompaña y aplaude a Basil, le da la investidura holmesiana que necesita. Todo este trámite no solo es redundante y, por tanto, aburrido, sino que impide que entremos en la novela. O, mejor dicho, cuando ya hemos entrado, cuando hemos suspendido la incredulidad, cosa que siempre se requiere hacer en la literatura de género e incluso, si me apuran, en la literatura en general, hete aquí que el autor nos saca de nuevo con sus mensajes de: “ojo, que este no es un verdadero detective, su investigación no es más que un juego”, en fin. Cargoso posmodernismo, que debe acuñar el texto y, a la vez, su interpretación.
Foxa es el sospechoso inmediato porque, igual que Basil, domina la literatura de Conan Doyle de una manera que solo es concebible para la inteligencia artificial o para los verdaderos fans. Y los crímenes están codificados con referencias a esta literatura. Ergo, el asesino deben ser un erudito holmesiano, pero esa pista, la más evidente, es una de las que, se reconoce en el libro, los autores de literatura de misterio escamotean para que las descubra el lector por su cuenta. Y, claro, entonces debe ser una pista falsa. ¿O no?
El libro tiene un giro final que gustará más a unos que a otros, pero que cumple el ritual del género de dejar que el “alargado y narigón” Sherlock de turno tenga la última palabra, inclusive por encima de la ley. Esto último creo que es más propio de Pérez Reverte que de Conan Doyle, pero, bueno, uno se confunde con la cantidad de citas del segundo que el primero ha puesto en su última obra.
Los personajes activos de la novela se la pasan recitando citas de esta índole, dudando de sí mismos, como ya dijimos, deseando beber (Basil es un alcohólico redimido) y fumando como chimeneas. Los personajes pasivos son, en otra convención del género, sombras apenas entrevistas en el curso de la investigación: su única entidad proviene de la posibilidad de que se conviertan en nuevos cadáveres o sean descubiertos como los asesinos.
No dudo que “El problema final”, con su facultad de incitar la nostalgia de todos los lectores por sus lecturas de la juventud, se venda bien, incluso en Bolivia. Pero eso no le quita el ser un libro muy menor en la bibliografía de Pérez Reverte, el más internacional de los escritores españoles del momento.
BD/RPU