Más que una película, Sonido de libertad es la reciente protagonista de una batalla –otra– en las guerras culturales que azotan el mundo. En esta nueva refriega, grupos de la ultraderecha cristiana –esa que vive en un universo paralelo de fake news y teorías conspiratorias– la adoptaron con entusiasmo militante.
Brújula Digital |17|09|23|
Mauricio Souza Crespo | Tres tristes críticos
1. Más que una película, Sonido de libertad es la reciente protagonista de una batalla –otra– en las guerras culturales que azotan el mundo. En esta nueva refriega, grupos de la ultraderecha cristiana –esa que vive en un universo paralelo de fake news y teorías conspiratorias– la adoptaron con entusiasmo militante. Por ejemplo, Mel Gibson, el católico ultraconservador (y enfático antisemita), se convirtió en vocero de la campaña de promoción de la película porque, ha dicho, es “muy importante”. Y no solo para Gibson sino también para los diversos grupos fascistoides que la recomiendan, esa “importancia” radica en el hecho de que la cinta halaga, alimenta y confirma una de sus obsesiones: la certeza de que entre las sombras yace escondida una élite ultraliberal y woke (“izquierdista”) que controla los hilos del Estado y del mundo, élite que, entre los múltiples consumos decadentes que su afluencia le permite, tiene una debilidad fervorosa por la pedofilia.
2. A un modesto costo de 14 millones de dólares, esta película independiente –distribuida por Estudios Ángel, una empresa del fundamentalismo evangélico– ha recaudado en taquilla más de 200. Que una tediosa peli B que supuestamente se ocupa de denunciar el tráfico internacional de niños haya tenido un éxito viral se puede contar como otro de los triunfos de las insistentes iniciativas contraculturales que, no solo para la ultraderecha gringa, hoy reemplazan el ejercicio de la política.
Este esfuerzo por convertirla en bandera de una causa ha puesto en acción un inmenso aparato de medios de comunicación, sitios de Internet e iglesias pentecostales, esos que suelen compartir un mismo repertorio de creencias. Por ejemplo: a) que Trump ganó las elecciones estadounidenses de 2020 y una conjura con asistencia venezolana le escamoteó el triunfo (con Bolsonaro sucedió lo mismo, por supuesto); b) que hay un plan maestro que persigue reemplazar a la raza caucásica y despojarla de su natural y divina función de dominio; c) que hay un Estado secreto (el llamado “Deep State”) detrás del Estado aparente; d) que la migración es una conspiración criminal y de criminales; e) que los valores occidentales cristianos están siendo socavados violentamente por una élite impulsora del feminismo, la homosexualidad y otras perversiones parecidas; f) que esa élite que maneja el mundo está compuesta por depravados pedófilos, miembros de un club que recluta y abusa niños sistemáticamente, entre otras razones para extraerles la hormona rejuvenecedora adrenocromo.
3. Un agente de los servicios de seguridad gringo, devoto mormón armado, se cansa de perseguir pedófilos y no las redes internacionales que alimentan tal depravación. Luego de rescatar a una niña decide intentarlo con el hermanito, todavía perdido. Y lo hace por su cuenta, a lo superhéroe marine: viaja al corazón de las tinieblas, es decir al Tercer Mundo, papel que, en este caso, le toca cumplir a la salvaje Colombia. Allí, claro, el gringo hace los aspavientos reglamentarios de gringo salvador. Y rescata al niño. Esa es la trama de la película.
4. Casi todo lo que se dice de este personaje de “la vida real”, el agente Tim Ballard, se ha probado dudoso o falso, y solo en el mejor de los casos una exageración. Es más: debería haber sido un indicio de su poca “realidad” el hecho de la película reproduzca sin mayores sutilezas tantos lugares comunes de ese cine barato que muchos confunden con el mundo. La máxima estética de los millones de declarados devotos de esta cinta es simple: “algo es verosímil y conmovedor si confirma mis prejuicios”.
5. La película en cuestión es aquí lo de menos. Juzgada solo como tal, habría que decir –y acabar el comentario ahí– que es un melodrama de pocos brillos, un melancólico plomazo, un relato grueso, torpe y manipulador como el capítulo de una mala telenovela que se quiere poner escabrosa. El protagonista es Jim Caviezel, el Cristo de la Pasión de Gibson, actor –y activista de la derecha evangélica militante– que siempre actúa igualito, no importa la ocasión: pone invariable cara de atormentado triste y emite los mismitos susurros. Por lo demás, la película amontona variaciones de un repertorio de fórmulas: el gringo de buen corazón que no puede quedar indiferente y decide hacerse cargo del problema; o los malos que se ven de lejos ya muy malos y que salen del fondo mismo del peor cine; o un sentimentalismo descarado y lagrimón de pared a pared. Se nos lanza el anzuelo de la indignación –“cómo no conmoverse con el sufrimiento de niños”– y se espera que lo mordamos: “¡esas élites de pervertidos!, ¡esos extranjeros animales!”.
5. Los realizadores no desaprovecharon ninguna de las imágenes recurrentes en la popular paranoia que alimentan: por un lado, la inmensa maldad de pedófilos judíos (el más sudoroso de ellos se llama “Oshinsky”), de esos que se relamen los labios cuando ven un niño. O de brutales mafiosos latinoamericanos en medio de las perversiones de una selva repleta de bichos y mugre. Por el otro, niños pequeños y angelicales, siempre a punto de llorar, poco antes o después de ser abusados. Como suele suceder, aquí el sensacionalismo juega un rentable doble juego: denuncia iniquidades y se regodea en sugerirlas o mostrarlas. La película coquetea acaso con dos públicos y por eso es que está en contra de los pedófilos pero de paso, a la vez, arma un show para ellos.
6. El tráfico de niños es una tragedia real, que hay que combatir y, ojalá, erradicar. Pero con esta película ni siquiera tenemos consuelos pedagógicos o por lo menos informativos: denuncia un problema cuyas características distorsiona, ignora o desconoce. No es por nada que los verdaderos expertos en el tema hayan lamentado, con unanimidad, las fantasías de la película, que lejos de “concientizar” a las masas crea falsas conclusiones: la inmensa mayoría (se calcula que un 90%) de los niños traficados lo son por gente a la que conocen y a la que tienen confianza (generalmente familiares) y no por turbios mafiosos tercermundistas que los atrapan en parques o castings; la pobreza es el principal motor de ese tráfico; la mayoría de los traficados no son niños chicos sino adolescentes; no pocos de esos traficados son LGTB (que son traficados precisamente porque lo son) y la pedofilia es un razón minoritaria de ese tráfico (la mayor es laboral: formas de esclavitud). Ninguna de estas distorsiones importa, por supuesto: esta película es “realista” y “valiente” porque lo que muestra coincide con las fantasías de un grupo de paranoicos.
7. ¿Por qué el criptofascismo cristiano tiene estas persistentes fijaciones con la explotación sexual de niños? (salvo cuando esa explotación sucede en sus iglesias). Vaya uno a saber. Lo que sí es claro es que cada nuevo episodio de esta saga surge de la misma manera: de la infeliz confluencia de elucubraciones mágicas (que ven en cada dato del mundo la señal de un complot siniestro) e internet (que multiplica esas señales). En sus intervenciones promocionales de la película, Caviezel ha demostrado el funcionamiento de este pensamiento político al repetir una denuncia contra la tienda transnacional de muebles Wayfair, obviamente por tráfico de niñas. (Wayfair vende más de 11.000 diferentes ítems en Internet y tiene un valor de un poco más de 8.000 millones de dólares).
8. Empezó así: un ciudadano descubrió que algunos de los gabinetes vendidos por Wayfair eran extrañamente costosos y que esos modelos costosos tenían nombre de mujer (uno se llamaba “Yaritza”, por ejemplo). Otro ciudadano preocupado retomó el hilo y propuso una hipótesis: son tan costosos y tienen nombre de mujer porque en realidad dentro de los gabinetes se transportan niñas. Es decir, son caros porque son parte de una red de tráfico humano: uno se compra un mueble y ese mueble viene con niña incluida. Poco han importado las perplejas explicaciones de la compañía: que esos gabinetes son caros por su tamaño y por su calidad industrial; que los nombres de los modelos los genera un algoritmo. Ya se sabe: las evidencias que corroboran un complot siempre abundan, sacadas de la misma manga infinita, una tras otra.