Los críticos –que poco tienen que ver con la taquilla– coinciden en identificar provisionalmente tres películas como las mejores en lo que va del año: una estadounidense, una rumana y una francesa-coreana.
Brújula Digital |27|08|23|
Mauricio Souza Crespo | Tres Tristes Críticos
En estos días, las encuestas de la crítica –que poco tienen que ver con la taquilla– coinciden en identificar provisionalmente tres películas como las mejores en lo que va del año: una estadounidense, una rumana y una francesa-coreana. No es necesario, salvo para conanas como yo, recordar que ninguna de estas cintas llegará a salas de Bolivia, dedicadas como estas están a asuntos más urgentes: rubias estereotípicas y colorinches que ahora son encima íconos del feminismo, mejores y aumentados monstruos, terror de ese que persigue zarandear nuestro ya apaleado instinto de preservación. (Hace tiempo que ver cine en Bolivia dejó de ser un pasatiempo que amerite el esfuerzo de salir de casa; si mañana desaparecieran las multisalas, apenas lo notaríamos). Pero vayamos al grano, es decir, a las tres películas que los consensos críticos destacan (y que se pueden ver en plataformas de streaming o en DVD):
1. ¿Estás ahí, Dios? Soy yo, Margaret (Kelly Fremon Craig)
Nostálgica reconstrucción visual de una época –el final de los años 60– y de las tribulaciones de la pubertad de la clase media gringa. Es la adaptación fiel de una novela juvenil clásica de 1970, de la escritora Judy Blume, narrada en primera persona por la Margaret del título, una niña de 11 años. La película es impecable en la precisión disciplinada de su tono, un registro descriptivo entre gracioso y dulce. Aunque a momentos se pone, casi como si fuera una obligación del género –“la educación sentimental adolescente”–, más edificante y empalagosa de lo que debería, incluso entonces es un placer verla, así solo sea por las actuaciones de su elenco (en el que destaca no solo la niña protagónica, una estrella en ciernes: Abby Ryder Fortson, sino Rachel McAdams, conocida entre las multitudes por su discreta participación en las aventuras del superhéroe Dr. Strange).
Como mucha pero no la mejor literatura juvenil, esta da por sentadas condiciones ideales para concentrarse así en lo que le interesa, que es un tema clásico del género: el relato de los dilemas de una niña en un mundo que está cambiando, la constante revelación de que la realidad, en un tiempo de transiciones, no es lo que esperábamos. Las condiciones ideales son, claro, casi de laboratorio: padres poco menos que perfectos y tensiones arquetípicamente gringas (“¿vivir en la ciudad o en los suburbios?”, “¿qué religión adoptar?”, etc.), nada muy cercano ni a la política ni a la necesidad, como en una película de Woody Allen para adolescentes.
En busca de su propia voz, Margaret pasará por una serie de pruebas. Y esas pruebas, felizmente, se resolverán no con un festival de imágenes generadas por computadora sino charlando. ¿No es un alivio, terapéutico, ver una película en la que la gente intercambia solo palabras?
2. R.M.N. (Cristian Mungiu)
En los atestados vestíbulos de la crítica transnacional no hay la menor duda de que el director rumano Cristian Mungiu es uno de los grandes de la época. Ganador de los mejores premios, es el responsable de por lo menos dos obras maestras, difíciles exploraciones morales ambas: Cuatro meses, tres semanas y dos días (2007) y Graduación (2016). R.M.N. –título que es la abreviación de Resonancia Magnética Nuclear– reconstruye una serie de fricciones xenofóbicas en un pequeño pueblo intercultural y multilingüe de Transilvania. La ambición de Mungiu es considerable: le sigue el paso a varios personajes a la vez, cautivantes cada uno de ellos aunque por diferentes razones. A través de un relato de cambiantes puntos de vista, se van retratando las tensiones tribales que atraviesan este pueblo en el que la convivencia parece estar siempre al borde de la violencia. Las tensiones son multilaterales y antiguas: aunque húngaros y rumanos coinciden en su odio a “los gitanos”, entre ellos mismos la convivencia es frágil, una mayoría resiente el “Occidente” –que en la película es Alemania y Francia– y la islamofobia –despertada por la llegada de obreros asiáticos– es poco menos que unánime.
Es difícil dejar de mirar la película: nos absorbe y deslumbra con sus precisiones visuales y narrativas, aunque el precio de esa absorción sea el tener que verla con el Jesús en la boca. Cada secuencia es la inminencia de una violencia que no se produce y la cercanía asfixiante de la posibilidad trágica de cada historia que se nos cuenta es la de la catarsis racista. Hay además una razón adicional para celebrar esta nueva película de Mungiu: una secuencia de poco más de 15 minutos en la que se reproduce o relata una asamblea del pueblo. Ver esa secuencia es como ver un accidente en cámara lenta, contradictoria exhibición de resentimientos y prejuicios que, aunque rutinarios, son bizantinos en su confusa abundancia tóxica.
3. Regreso a Seúl (Davy Chou)
En un impulso, una mujer francesa de 25 años viaja a Corea del Sur, el país de sus padres biológicos. No sabe muy bien por qué ha decidido ir, pero ya en Corea, casi sin quererlo, busca a los padres que la dieron en adopción. La película, que relata ocho años en la vida de su protagonista, está narrada de una forma misteriosa: un ansioso presente hecho de impulsos, de reacciones, de actos repentinos de su personaje central. Los episodios de la película no siguen un arco o patrón dramático reconocible; se crea, de hecho, la sensación de que acompañamos a esta mujer no solo en lo que hace y deja de hacer sino también en la perplejidad con que asume las situaciones en las que se mete, a tientas, arrastrada por no se sabe qué deseo.
La película, claro, es una exploración abierta y tragicómica de la dificultad de coincidir o reconciliarnos con nuestros orígenes: ¿Qué nos une a nuestros padres? ¿Qué nos ata al lugar en el que nacimos? Sin sentimentalismos y con cierto talento para detenerse en las aristas emocionales del asunto, el director francés Chou crea una película sin reconciliaciones a la vista, en la que las relaciones humanas están suspendidas en el aire, problemáticas por definición. Es como si trabajando desde el subsuelo de las construcción dramática, Chou se hiciera una pregunta anterior: ¿es posible explicar por qué hacemos lo que hacemos?