El aporte de Erick D. Langer es que sigue a la elite chuquisaqueña cuando los demás la dejan atrás, sumida en la depresión, para ocuparse de los nuevos poderes y de sus éxitos, afirma Molina.
Parte de la tapa del libro: "Se pavonean en los pueblos".
Fernando Molina /Brújula Digital |06|05|23|
Tres Tristes Críticos
Acaba de aparecer, en Plural, el libro “Se pavonean en los pueblos. Resistencia rural y modernidad en Chuquisaca (1880-1930)”, del historiador Erick D. Langer. Es, entonces, por un lado, una novedad editorial. Por el otro, en cambio, no, ya que se trata de la traducción de un trabajo publicado en Estados Unidos en 1989, hace 34 años, con un título más preciso que el actual español: “Economic Change and Rural Resitance in Shouthern Bolivia (Cambio económico y resistencia rural en el sur de Bolivia)”. Digo que este título es mejor, porque el libro trata especialmente de un momento de cambio económico, de crisis y desorganización de un modelo de desarrollo, algo que la palabra “modernidad” no logra expresar (no es el único problema de la traducción, pero no vamos a detenernos en ello). Fue la tesis doctoral de Langer, profesor de la Georgeton University que goza de alta reputación como bolivianista, con una obra que, desgraciadamente, no ha salido de los círculos académicos.
El cambio económico al que se refiere esta historia es la caída de la minería de la plata a fines del siglo XIX. Todo el que conoce la historia nacional sabe lo que ocurrió entonces. El metal que más ha producido Bolivia perdió definitivamente su carácter de moneda mundial, Europa y Estados Unidos adoptaron completamente el dinero fiduciario basado en el patrón oro, esto desplomó los precios argentíferos e hizo desaparecer a la primera burguesía nacional, la de los “patriarcas de la plata”, cuyos nombres más egregios eran los de Gregorio Pacheco, Aniceto Arce y José Avelino Aramayo, gente del sur que actuaba y vivía en el polo Potosí-Sucre. Paralelamente, comenzó el despegue de los mineros del estaño, uno de los cuales, el que más brillaría, era el cochabambino Simón Patiño. Podemos fijar en 1900, sin forzar demasiado las cosas, la fecha en que uno de los ciclos acaba totalmente y el otro comienza. Ese mismo año, además, se da la principal consecuencia política del terremoto económico que hemos mencionado, que es la guerra entre La Paz y Sucre por la sede de gobierno, la llamada “Revolución Federal”, y el ascenso al poder del Partido Liberal, ligado a la minería del estaño, en sustitución del Partido Constitucional, vinculado a la minería de la plata.
Todo esto es muy conocido y hay estudios muy buenos sobre el periodo, como “Los patriarcas de la plata” de Antonio Mitre o, en el campo político, “Zarate, el ‘temible’ Willka” de Ramiro Condarco. El aporte de Langer es que sigue a la elite chuquisaqueña cuando los demás la dejan atrás, sumida en la depresión, para ocuparse de los nuevos poderes y de sus éxitos: dos décadas de bonanza estannífera y de importantes transformaciones sociales, urbanas, científicas, políticas, etc. Langer hace un retrato lleno de pormenores de la decadencia de una élite otrora pujante y desentierra de oscuros archivos provinciales sus estrategias para sobrevivir al duro momento de la pérdida de su centralidad económica, sobre todo, aunque, por supuesto, también mencione algunos de los efectos de su progresiva marginalización política. Estas estrategias pueden sintetizarse en tres: un “vuelco hacia el campo”, en busca de las casi únicas oportunidades de negocio que quedaban, que eran las agrícolas; un “periodo especulativo” en el que los hijos de los patriarcas intentan volver a la minería (ya no de plata, sino de platino y otros minerales) o explorar petróleo con emprendimientos poco exitosos; y, tres, la inversión financiera, que no fue de largo aliento porque los bancos sucrenses fueron perdiendo fuelle conforme la declinación de la región avanzaba.
En la segunda parte del libro, Langer analiza los resultados sociales de la mayor presencia y peso de la élite sucrense en el campo chuquisaqueño que emerge de estas estrategias y, en especial, la resistencia al endurecimiento de las condiciones laborales y existenciales para los indígenas y campesinos que esta élite necesitaba explotar, si se quiere, “más a conciencia”, a fin de tratar de compensar el hueco dejado por la actividad minera. No entraremos en esto, ya que nos obligaría a escribir muchas cuartillas, excepto para reproducir el criterio de la historiadora Carmen Soliz en el prólogo del libro: Al cubrir los distintos ecosistemas de Chuquisaca, los valles de Yamaparáez y Cinti, así como el Chaco de la cuenca del río Azero, la investigación de Langer fue una de las primeras que no sucumbió al andino-centrismo e historió, también, a los indígenas de las tierras bajas. Pionera por esto, entonces. Por razones profesionales, sin embargo, a mí lo que me interesa es resaltar su originalidad en otro campo: el estudio del empobrecimiento de una élite regional tras un periodo de abundancia geológica. Puede decirse, entonces, que estamos ante uno de los más interesantes trabajos de la historiografía moderna sobre los efectos de ese fenómeno tan importante para Bolivia que es “la maldición de los recursos naturales”. La literatura nacional se ha ocupado muchísimo de este “pan para hoy y hambre para mañana”, de este ciclo auge-crisis que está indisolublemente ligado a nuestro destino de país extractivista. Solo que lo ha abordado casi siempre en clave ensayística (“Historia de la Villa Imperial de Potosí” de Bartolomé Arzáns Orsúa y Vela debe considerarse el mayor hito en este género) o ficcional (por ejemplo “Tierras hechizada”, de Adolfo Costa Du Rels, que está inspirada en la estrategia “especulativa” de los chuquisaqueños que hemos mencionado antes).
El libro de Langer proporciona información muy detallada y reveladora, gracias a un trabajo de campo que hay que considerar paradigmático. Por ejemplo, recupera el libro de cuentas de una señora de la alta sociedad chuquisaqueña, Candelaria Argandoña viuda de Rodríguez, que tenía fuertes inversiones en la minería y por tanto, pierde mucho dinero con su debacle, lo que ella intenta compensar con compras de tierras. Este hallazgo no solo es revelador, sino conmovedor, pues permite imaginar las angustias que las novedades del mundo ocasionaron en personajes acostumbrados a ocupar las posiciones más destacadas y desahogadas de una sociedad indiscutiblemente próxima, pese al tiempo transcurrido.
Hace años escribí, por encargo, la biografía del periodista y político chuquisaqueño Cayetano Llobet. Antes de morir, él me contó la vida de su padre y de sus tíos como muy afectadas por el empobrecimiento de la familia materna, que descendía del rico minero Pastor Sainz. Este empresario aparece en el libro como uno de los pocos chuquisaqueños que logró entrar en el negocio ascendente del estaño, pero, como no pudo sostenerse dentro de él, vendió sus posesiones mineras a Patiño y se dedicó a otros negocios, con lo que comenzaría un largo declive familiar.
La investigación de Langer es ejemplar para otras que se podría realizar con el mismo objeto de estudio que acabó de aislar de aquella. La caída de la burguesía minera occidental en las últimas décadas del siglo XX, por poner un caso; las implicaciones para la élite paceña de la desaparición económica de los Sánchez de Lozada, Iturralde, Vea Murguía, Quiroga y Mercado, entre otros poderosos mineros medianos que florecieron entonces. O, ya en el terreno de la actualidad, la lenta declinación que está viviendo la élite tarijeña tras sufrir el enésimo crash de la economía de los socavones y los pozos petroleros.
Fernando Molina es periodista, escritor y crítico del cine