El último ensayo de Silvia Rivera, “Qhateras y tinterillos. Comercio y cultura letrada en la formación histórica de las élites bolivianas” (Plural, 2023) introduce a esta célebre autora en una tradición literaria nacional.
Ilustración del libro Qhateras y tinterillos de Silvia Rivera
Fernando Molina/Brújula Digital |26|03|23|
Tres Tristes Críticos
El último ensayo de Silvia Rivera, “Qhateras y tinterillos. Comercio y cultura letrada en la formación histórica de las élites bolivianas” (Plural, 2023) introduce a esta célebre autora en una tradición literaria nacional, que es la interpretación de la idiosincrasia del país, de sus rasgos psicosociales, de su cultura política, de los hábitos del pensamiento y el comportamiento nacionales, por medio del ensayo. Existe todo un subgénero de reflexiones de este tipo, que se remontan al tenebroso “Nicolás Antelo” de Gabriel René Moreno (1882) y al igualmente terrible “Pueblo enfermo” (1909) de Alcides Arguedas, continuando con las contribuciones de Franz Tamayo, Carlos Romero, Bautista Saavedra, Gustavo Adolfo Otero, Carlos Medinaceli, Roberto Prudencio, Guillermo Francovich, Gonzalo Romero, Mariano Baptista, HCF Mansilla y, últimamente, Henry Oporto. Esta lista, por supuesto, no es exhaustiva.
Rivera usa dos “técnicas”, por llamarlas así, que son abundantes en este subgénero: la intuición histórica y la lectura sociológica de la literatura nacional. Con estas armas, intenta hacer una cierta fenomenología del mestizaje que es, como se sabe, el gran tema de esta autora –a cuya dilucidación ha hecho contribuciones fundamentales–.
Como señala Luis Claros en un diáfano artículo (“Oposiciones, contrastes y armonías. Análisis del devenir del concepto de mestizaje en la obra de Silvia Rivera”), Rivera es la teórica que en el país asociamos con el concepto del “mestizaje colonial”; la que modela el entrecruzamiento de descendientes indígenas y descendientes blancos no como un “crisol” multicultural (Carlos Mesa dixit), sino como un proceso de “violencia encubierta” en el que necesariamente se produce “blanqueamiento” y, por tanto, subordinación de uno de los elementos de la mezcla al otro. Posteriormente, Rivera se movió un poco de esta posición y planteó ciertas posibilidades de mestizaje que combinan la violencia y el encuentro, constituyendo así una realidad social abigarrada o “ch’ixi”.
Estas dos inclinaciones se observan en “Qhateras y tinterillos”, un título que podría ser, sin forzar demasiado, “Qhateras versus tinterillos”. En efecto, la “qhateras”, las cholas comerciantes, son, en este ensayo, la encarnación del mestizaje como medio de escape del racismo estructural del país, el cual determina la subalternidad de los indígenas. Son el lado “ch’ixi” de la ecuación. En los entresijos sociales que crea el mercado y a través de las posibilidades liberadoras del dinero, dice Rivera en unos pasajes que le gustarían a Roberto Laserna, emerge esta figura matriarcal, con agencia económica aunque no política, tan presente en la cotidianeidad boliviana: la chola con plata, la hacedora de negocios, la incansable, la acumuladora; figura central de la economía popular y, en el plano representativo, personaje mayor de nuestra literatura: la Claudina.
Del otro lado, el aspecto vaciante, alienante, del mestizaje se encarna en el “tinterillo”, es decir, en el cholo letrado que, siendo hijo de la anterior, se avergüenza de ella y por eso la oprime patriarcalmente en tanto que la traiciona para poder blanquearse y ascender hasta lograr formar parte de la élite. Esta figura esperpéntica es, en la literatura, el “cholo Portales”.
Dos polos, entonces, uno femenino y positivo, y el otro masculino y negativo.
El contraste entre estos dos arquetipos –que la autora modela con elocuencia, erudición e introduciendo un montón de salvedades para evitar que surjan tan maniqueos como lo hacen de las líneas previas– permite el juego del ensayo, es decir, la interpretación de la mentalidad boliviana del presente por la existencia del mestizaje como “momento constitutivo” –un concepto de René Zavaleta al que Rivera apela– y sus dos posibles desarrollos, el de la resistencia y la transgresión (la chola) y el de la alineación con el opresor mediante la internalización del racista (en el cholo letrado).
Usando una idea de la teórica chilena Sonia Montecino, Rivera se enfoca en el hecho de que, desde sus comienzos, el mestizaje fue un proceso cruel porque generó muchas familias de mujeres indígenas solas con hijos mestizos “bastardos”. Estos, por un lado, ambicionaban lo que el padre tenía y no compartía con ellos (las formas del orden establecido, la fuerza, el linaje) y, por el otro, estaban divididos entre la cultura hispana que les podía dar acceso a sus sueños, pero que los discriminaba, y la cultura indígena que les daba pertenencia y amor, pero al mismo tiempo les causaba vergüenza de su origen. Además, estos hijos hipotéticos dependían económicamente de sus madres, que debían saltarse las reglas y las apariencias para mantenerlos. Madres que eran autoritarias con sus hijos (matriarcas), hasta que ellos crecían y entonces se educaban y entraban en la política, con lo que se tornaban autoritarios a su vez contra ellas (o eran dóciles en la intimidad y “machos” en la esfera pública), actuando así en sustitución de sus padres españoles y para redimirse a sí mismos de la sangre indígena que sus madres les habían “contagiado”.
Este lío de sentimientos, complejos, traumas y deseos fue conformando una determinada personalidad boliviana: “doble cara”, hipócrita, autoritaria, caudillista (esta teoría puede explicar el caudillismo como un resultado de la “necesidad de padre” generada por el mestizaje racista). Además, en términos de cultura política, estableció la disonancia y confusión entre lo oficial-establecido y lo cotidiano-acostumbrado, entre la ley y el uso, que solemos llamar “formalismo” boliviano.
La potencia explicativa del binomio de Rivera: “chola-madre-feminismo-dinero” versus “cholo-hijo-patriarcado-letras-y-política” es grande y hace muy atractiva la lectura de este ensayo, en especial para quienes trabajamos en el campo de las identidades bolivianas. Debe anotarse, claro está, que esta antinomia se convierte finalmente en un callejón sin salida. Rivera reconoce que “el camino del dinero” como ruta emancipadora de los indígenas encuentra sus límites en su carácter informal e incluso ilegal. Por tanto, la vía de la política resulta fundamental, en especial si se trata de un mecanismo de representación y no de blanqueamiento. Pero para Rivera la política SIEMPRE implica mediación de una élite no indígena y, por tanto, SIEMPRE manipula a los indígenas y a lo indígena dentro de un “horizonte populista”. Esta creencia establece una conexión entre su pensamiento y el de Franz Tamayo, que, como se sabe, también sentía aversión por los “indios letrados” que se dedicaran a cosas no fijadas en su supuesta esencia. Ya he criticado en el pasado esta aversión de Rivera a la representación política indígena, que a mi juicio niega o suspende la agencia política de los indígenas bolivianos. Entonces lo hice de manera irrespetuosa –básicamente ignorante– con la importante contribución de Silvia Rivera a la comprensión del racismo en Bolivia. Lo lamento, pero insisto: los indígenas pueden autorrepresentarse políticamente y ya lo han hecho, aunque lo que haya surgido de ello no haya sido tan distinto del quehacer desarrollista y extractivista tradicional como algunos esperaban.
El ensayo “Qhateras y tinterillos” es presentado por su autora como ‘mejor que nada’, dada su falta de “recursos y tiempo” para encarar una investigación de largo aliento sobre la temática, explorando la historia boliviana completa. A mí, por el contrario, me parece que esta clase de ensayos, esta “iluminaciones”, para usar la expresión de Walter Benjamin, deben ser así, cortos y densos, para lograr sus propósitos heurísticos. Creo que “Qhateras y tinterillos” enaltece la colección de ensayos de la carrera de Literatura de la UMSA en la que ha aparecido recientemente.
Fernando Molina es periodista, escritor y crítico del cine