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Maribel García recibía la llamada telefónica de su hijo Max desde Estocolmo todos los domingos. Precisamente, la noche anterior, la había llamado para saludarla, para saber cómo estaba y contarle una gran noticia. A Maribel se le apretaba el corazón cada vez que lo escuchaba. Un día se iba a morir y su hijo andaría solo dando vueltas por quién sabe dónde, ya había perdido la cuenta de los países en que había vivido, como si fuera un nómade sin remedio. Ciudadano del mundo, decía Jorge, su otro hijo, el menor que nació cursi y sin imaginación. Había optado por entrar a la policía de Investigaciones- ahora se llama la PDI- en Santiago porque, decía, sentía la vocación en los huesos. Desde niño había coleccionado lupas y era lector fanático de las novelas policiales. Ahora, claro, con la criminalidad desatada en Chile, se pasaba los días persiguiendo delincuentes y jugando a ser sheriff de pueblo. Su madre sólo rogaba a Dios que su chiquillo se alimentara bien, que no pasara frío y no corriera peligro.
Es decir, lo mismo que piden todas las madres del mundo.
Con Max era distinto. Se había graduado de la academia diplomática y, poco a poco, había ido ascendiendo por esa escalera invisible del tan manoseado servicio exterior. Antes había estudiado licenciatura en historia en la Universidad de Chile-la cancillería estaba plagada de historiadores- y, luego, obtuvo una maestría en estudios latinoamericanos en la Universidad de George Washington. A los 45, llevaba una vida casi austera para los estándares de sus colegas. Tímido, poco amigo de las reuniones sociales. Bajo, de aspecto insignificante. No destacaba por nada, salvo que lo rodeaba cierto halo intelectual, de hombre culto, inteligente, ansioso por conocer el mundo, más bien entender sus procesos.
Con un humor más corrosivo que el arsénico.
Ocupaba el cargo de ministro consejero y faltaba poco para que lo nombraran embajador, si es que todo seguía su curso natural. Ya no soñaba con grandes logros ni hazañas. Vivía solo en un barrio acomodado de Estocolmo, cerca de la embajada chilena.
De vez en cuando se reunía con un par de amigos, diplomáticos o académicos. Su madre solía decir si quieres echar a perder una fiesta, invita a Max. Disfrutaba de la buena lectura y música clásica. Comía frugalmente, bebía muy poco, no fumaba.Salía a correr a las seis de la mañana por una hora todos los días, siempre el mismo circuito, bajo la lluvia o el sol. Y de ahí a la oficina. La corrección y la disciplina, pensaba él, eran las claves para una vida sana y exitosa. No le gustaba que lo apuraran ni que lo interrumpieran. Restaba por mencionar un detalle: Max Morales era gay. Nada muy fuera de lo común, a estas alturas. Lo supo desde la pubertad, pero lo calló, lo ignoró porque entonces las cosas eran distintas en su país.
Para empezar, a los gays se les llamaba maricones y, si eran de buena familia se les enviaba a centros de rehabilitación o a un buen internado de hombres, mientras más estricto, mejor. Otros se casaban, tenían hijos y eran infelices por siempre. Los que corrían mejor suerte buscaban una relación homosexual secreta por fuera. Hasta que un día cualquiera, como son todos los días, Max dejó de asistir a clases (estaba en el primer año de universidad). Se quedó en cama una semana, pero un martes se levantó al mediodía, salió al patio trasero de la casa familiar de Ñuñoa y se sentó a leer el diario. A la hora señalada almorzó con su madre. Saboreaban una exquisita cazuela de pavo con chuchoca cuando, de pronto, Max se limpió la boca, dejó la servilleta sobre la mesa y le dijo es muy probable que usted ya sepa lo que le voy a decir, pero lo importante es que yo me escuche decirlo, ¿me entiende? -Maxito, tómate tu tiempo- balbuceó Maribel. Cálmate. --Le ruego que no me interrumpa –dijo él -. Usted siempre ha dicho que hay que intentar ser feliz, que cada uno debe ser fiel a sí mismo.
El papá solía decir de qué sirve el talento si no se tienen cojones. Maribel tenía la cuchara suspendida a la altura de la nariz y la miraba fijamente, dudando entre dejarla caer o tomarse el caldo que comenzaba a enfriarse. Fue una pausa larga, incómoda, pero Max no se dejó intimidar. Tras un carraspeo leve, colocó la servilleta nuevamente sobre sus piernas y dijo:
--No tiene sentido continuar con esta farsa, mamá. No es sano y yo he sufrido muchos años por esto. Soy homosexual, como se imaginará. Siempre lo he sido y ya es hora de que lo asuma. Quizás usted al menos lo sospechaba, no sé. Pero si sé que hoy salgo del closet. Ojalá que no me quiera menos.
Maribel miró a su hijo fijamente a los ojos y le preguntó.
--¿Vas a querer postre?
Maribel también creía en la corrección y el orden. Esposa del general de ejército Joaquín Morales, viuda, madre de dos muchachos estupendos, católica, apostólica y romana, la Biblia sobre el velador, Le decía a quién quisiera escucharla que su esposo había sido un militar de vocación profunda, un demócrata, un auténtico patriota. Partidario del Golpe, claro, y más que dispuesto a ayudar en la gran tarea de la reconstrucción nacional. Con su abrupta partida-un fulminante infarto mientras dictaba una conferencia en Mendoza- se había refugiado en su fe, pero a la hora de comprender las cosas, le creía a Max más que al Papa. El Santo Padre, como decía ella, le inspiraba respeto, pero asustaba esa mirada algo tétrica y la boca torcida en una mueca difícil de descifrar, los ojos hundidos en profundas ojeras violáceas. Desde el almuerzo de la cazuela de pavo no se habló más del asunto. Max retomó sus clases, egresó y algunos años después se tituló de licenciado en historia. Y entró a la academia diplomática. La cancillería chilena, como muchas, contaba con una abundante cantidad de homosexuales. El tema se había normalizado significativamente y buena parte de los funcionarios vivían su sexualidad en el exterior con relativa libertad. El manual no escrito de las buenas costumbres aconsejaba una norma básica: discreción.
En palabras simples, si no quieres saber, no preguntes. Como en las fuerzas armadas. Por eso, entre otras cosas, Suecia había sido el destino perfecto para Max. En la llamada a su madre desde Estocolmo, ese domingo por la noche, no pudo ocultar su entusiasmo. -Mamá, gran plaza. Es un país que valora y cultiva la belleza, la cultura. Y quizás, más importante, la moderación, la tolerancia, la libertad de vivir, el respeto por el otro. –Qué bueno, m’hijito- le contestó Maribel. ¿Cuándo vas a venir a veme? Te extraño tanto. ¿Estás resfriado que tienes la voz un poquito gangosa? --No, estoy bien-le contestó. Impresionante cómo se promueve el servicio a la comunidad, la buena educación y la puntualidad. Igual que en Chile. Si alguien te invita a la casa hay que asegurarse de llegar a la hora y quitarse los zapatos antes de entrar.
--Me han dicho que allá el salmón es muy bueno -acotó Maribel- y que la gente hace deporte todo el año. Gratis. Todo es gratis.
--No me interrumpa, mamá- la cortó en seco. Tiene que venir, le mandaré un pasaje luego. Pero el motivo de mi llamada es otro. Quiero que sea la primera en saberlo, conocí a alguien, un hombre muy especial, no estaba en mis planes, pero encontré al amor de mi vida. -No se escucha bien, hijo-. Hablamos más adelante, el domingo próximo, no hay apuro-replicó su madre.
Max volvió a su carraspeo leve de juventud y subió en un tono la voz.
--No, señora, no me va a hacer la misma jugarreta de hace años- le espetó. Basta de hacerse la sorda, la ciega, la loca. Vieja estará, pero esta vez se tendrá que tragar el sapo. Me enamoré de un empresario que exporta pescados y mariscos, un inglés maravilloso, estoy encantado. El próximo mes se vendrá a vivir conmigo.
Maribel estiro su brazo izquierdo hacia la biblia sobre el velador, trató de tomarla, pero se le cayó al suelo. Ay, Maxito, le dijo casi en un susurro con el auricular en la otra mano, no te agites, se corta la comunicación, ojalá no me quiera menos y bueno se hace tarde así que descansa, buenas noches.