Por Mauricio Souza Crespo
Uno: En este interminable periodo miserable de reclusiones e idénticos encuentros de zoom, de alarmas hipocondriacas y pérdidas abrumadoras, de claustrofobias y agorafobias, nada tan cercano a la salud como la oportuna memoria de algunas películas. De repente, mientras el resto del mundo se desrealiza o desdibuja –ya simulacros o fantasmagorías–, el cine adquiere una realidad que no tenía. Yo, al menos, me he descubierto pensando en personajes como si fueran personas que he conocido y que extraño y que quisiera consultar. Y aún más en estos días en que, como todos dicen mirándose los pies, “la cosa esta fea”. Me he preguntado, por ejemplo, en qué andará Poppy Cross.
Dos: Happy-go-lucky (título reemplazado en español por el genérico La felicidad trae suerte) quizá haya sido, nunca se sabe, una de las mejores películas en lengua inglesa de la última década y pico. En su momento, ganó premios, fue nominada al Oscar, figuró en selecciones críticas, fue llamada ‘obra maestra’: pero su efecto, su mejor momento, quizá sea el de ahora.
Tres: Iluminada por la felicidad, absorta en lo que parece ser una minuciosa empatía por el mundo, Poppy Cross es una mujer que recorre las calles de Londres en su bicicleta. Se detiene en una librería y, adentro, trata de animar con un par de mal chistes, mal recibidos, a un vendedor silencioso. Su entusiasmo –su alegría– nos provoca incomodidad: “¿es una loca?, ¿es tonta?”. Sale de la librería y descubre que le han robado la bicicleta. Sonríe. “Ni siquiera tuve la oportunidad de despedirme de ella”, dice y vuelve a sonreír. Tales los primeros minutos de Happy-go-lucky, película del inglés Mike Leigh (que se pronuncia “Li”, igual que el Li de Brus Li) que, como tantas de las suyas, es el retrato de un personaje: en este caso, Poppy, una mujer optimista, positiva, alentadora.
Cuatro: Poppy Cross es una dedicada maestra de escuela primaria. Vive con una colega. Tiene amigas, novios, familia. Es bonita. Algo tímida, se protege o relaciona haciendo bromas, riendo de sus propios chistes, haciendo las de Tribilín. De vez en vez, baila, chupa, jala y coge. No es tonta (al contrario) y, a pesar de las apariencias, siente y entiende las violencias y los prevaricatos del mundo. Pero es feliz, es positiva, es buena sin vanidad o instinto de mesura. Ese es el personaje que Leigh construye en esta película que, por otra parte, carece de trama.
Cinco: Se trata, más bien, de una serie de situaciones: Poppy en sus clases de flamenco, Poppy farreando con sus amigas, Poppy ayudando a un indigente loco, Poppy aprendiendo a conducir. Esos fragmentos, narrados con delicadeza y un soberbio sentido del tiempo, van, poco a poco, diseñando el retrato de su protagonista: una mujer para la que el entusiasmo es una estrategia ética.
Seis: Incluso si fuera posible encontrar en la película debilidades, sería difícil hacerlo con la actuación de Sally Hawkins, una de las más extraordinarias que haya dado el cine reciente. Logra algo imposible de imaginar si no fuera porque la vemos haciéndolo: construir a un personaje digno y feliz que enfrenta situaciones difíciles y que, sin embargo, no es ni sentimental, ni ingenuo, ni limítrofe. Es más: no existe, en este retrato, ironía, esa forma de la comodidad o la afectación postmoderna.
Siete: Esta es la obra mayor de Mike Leigh. En su filmografía abundan los personajes memorables: el logorreico Johnny de Naked, la madre e hija de Secretos y mentiras, las dos amigas de Simplemente amigas, la aborcionista de Vera Drake. Común a este grupo de películas son niveles de actuación extraordinarios, derivados de su método de trabajo: luego de crear una constelación de situaciones básicas, somete a sus actores a largos meses de improvisación, lo que les permite, al grupo, ir desarrollando el guion y sus matices. Pero si en esas cintas tiende a una intensidad explícita y trágica, aquí, en La felicidad trae suerte, Leigh logra que esa intensidad sea apenas susurrada, que sea indirecta.
Ocho: Leigh ha sido central en la definición de un cierto humor, configurado, se dice, a partir más de situaciones y personajes que de chistes. Leigh ubica a sus “raros” en situaciones incómodas, que pueden, por igual, conducir al desastre, al ridículo o a la revelación. Nos reímos, sí, pero la desazón o la emoción son a veces inevitables.
Nueve: Poppy Cross podría haber sido varias cosas: la caricatura de alguien que conocemos (esas personas que, con su inmensa alegría inmune al mundo, nos amargan el día), una especie de “príncipe idiota”, una semiretardada tierna, una entusiasta que usa su felicidad para esconder demonios varios. Pero no: es simple y llanamente lo que parece: feliz y buena.
Diez: El recibimiento de esta película fue, fuera del mundo anglosajón, motivo de malentendidos. Se escribió que era “una comedia de un humor típicamente británico”. Pero la verdad es que no hay nada de fatalmente británico en ella y que, de hecho, verla tan sólo como una comedia sea una confusión. El humor, por su parte, es ese que ya había abandonado el cine hace tiempo, un equivalente sonoro y verbal del mejor silente (Chaplin, Keaton), es decir, un humor triste.