Fernando Molina habla de de tres clases de adictos a los libros: los ratones de biblioteca (o bookworms, es decir, gusanos de libros), los bibliófilos y los bibliómanos.
Por: Fernando Molina
Hay tres clases de adictos a los libros: los ratones de biblioteca (o bookworms, es decir, gusanos de libros), los bibliófilos y los bibliómanos. Los primeros son los que se consagran a leer muchos libros; los segundos, los que coleccionan libros, en especial los raros y valiosos, pero también, en otra acepción, los que aman tenerlos y leerlos; finalmente, los bibliómanos son los que buscan acumular libros con el solo objetivo de poseerlos, los lean o no.
Umberto Eco intenta diferenciar al bibliófilo del bibliómano con el siguiente ejemplo: El sueño de cualquier entendido en asuntos librescos, dice, es encontrarse con una viejecita interesada en vender el libro antiguo que ha heredado de sus padres y descubrir que se trata de la Biblia de 42 líneas de Gutenberg, es decir, del primer incunable y, por tanto, el más valioso. Suponiendo que la viejecita se deshiciera de él por unos cuantos cientos de miles, el bibliófilo se lo llevaría a casa y, pese a su inicial decisión de mantener su descubrimiento secreto, terminaría anunciándolo, no podría evitarlo, y esto lo conduciría, luego de las vicisitudes imaginables, a acordar con las autoridades culturales su venta a una biblioteca (por cientos de millones) o –si el bibliófilo fuera muy rico y pudiera mantener la propiedad del libro– una autorización para su exhibición pública. Un bibliófilo no podría sustraer una obra tan valiosa a la mirada de otros enamorados de los libros. El bibliómano, en cambio, escondería su tesoro con una discreción de hierro por toda la vida, ya que únicamente buscaría una gratificación: el sentimiento de poseer un objeto cargado de historia y de un precio exorbitante. Por tanto, el bibliómano puede confundirse con el biblioclasta, el que destruye libros, aunque en su caso su potencia destructiva se canalice por otra vía que la de las hogueras: la de alejar los libros del alcance de los demás. In extremis (y la Biblia de Gutenberg es un extremo), el bibliómano, contrariado por la repentina determinación de la anciana de no desprenderse del recuerdo familiar que atesora, podría robarlo e incluso actuar, en caso necesario, como Raskólnikov. Dios no lo permita.
La distinción de Eco es nítida, pero no siempre realista. En la práctica es difícil separar a los ratones de biblioteca, que siempre querrán formar una propia, de los bibliófilos, que a menudo acumularán libros que no podrán leer y así actuarán como si fueran bibliómanos; estos, a su vez, en ocasiones, disfrutarán de la lectura de los bienes que acumulan.
Eco se consideraba a sí mismo un bibliófilo. Como se colige de su título póstumo más reciente, La memoria vegetal (2021), coleccionaba libros herméticos y ocultistas de los siglos XVI-XIX, en los que, supongo, invertiría las regalías de sus exitosas novelas (El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault, Baudolino, La isla del día de antes, etc.) Además, pasaba mucho tiempo escarbando en los anticuarios y escudriñando los catálogos para encontrar nuevos ejemplares e incorporarlos a su colección. Y poseía una biblioteca de 30.000 volúmenes. Al mismo tiempo, claro está, era uno de los mayores sabios del mundo, lo que él no se molestaba en ocultar. Por el contrario, siempre caía en la pedantería muy propia de los bibliófilos de jactarse de lo que han leído (y de las lenguas que conocen; cf. Decir casi lo mismo).
Aún así, tenía en su biblioteca muchos libros que no había leído, como es normal cuando los repositorios sobrepasan cierto tamaño. Un bibliófilo acumula para encontrarse con un texto ulteriormente, cuando sea el momento perfecto o imperioso de su lectura. Por supuesto, tal lectura potencial no siempre llega a actualizarse, aunque Eco era demasiado coqueto (y quizá un poco bibliómano) como para confesarlo. Lo que sí hizo fue acuñar un par de respuestas geniales a aquellos que, viendo su biblioteca, le espetaran la consabida pregunta entre irónica y envidiosa: “¿Has leído todos los libros que tienes?” A lo que Eco respondía –o recomendaba responder–: “No he leído ninguno, por eso los tengo aquí”. O, en su defecto: “No, estos son los que debo leer este año”. Dos respuestas arrogantes, sin duda, pero que se tendrían bien merecidas quienes hicieran el desafortunado interrogante.
Ya más en serio, Eco reflexionaba lo siguiente: Una biblioteca no es la memoria de una persona, que guarde lo que esta ya ha leído, como supone la pregunta que estamos tratando. Una biblioteca (como parte de la red de las bibliotecas del mundo) es la memoria (vegetal) de todos los seres humanos; de sus logros, imaginaciones, ilusiones, desvelos, hechos y utopías, ideas y conceptos, habilidades y conocimientos. Una biblioteca, incluso una personal, es un nodo por el que los lectores pueden acceder a esa memoria colectiva registrada en los libros.
Gracias al trabajo de la industria editorial, el caudal bibliográfico se incrementa cotidianamente. Al mismo tiempo, se pierde sin cesar. Los motivos de esto último son múltiples: La falta de recursos para almacenar y conservar los volúmenes; la suposición falsa de que la digitalización de los textos permite prescindir de ellos, es decir, de su versión física; la negligencia de quienes son responsables de crear y mantener bibliotecas; el divorcio entre la educación y la lectura, etc. Estos son los factores del nivel de la cultura. A nivel de la naturaleza, la destrucción de los libros suele deberse a causas más simples e inapelables: el paso del tiempo, el inevitable envejecimiento y la ecuménica muerte de las cosas creadas por nosotros (que en eso se nos parecen absolutamente). Contra unas y otras causas de biblioclasia, de daño a la memoria humana de 10.000 años, solo se levantan e interponen lectores, bibliófilos y hasta bibliómanos (pues al final estos mueren y sus libros vuelven al mundo).
Fernando Molina es periodista y escritor