Por: Fernando Molina
Brújula Digital|20|06|21|
La cinematografía boliviana tiene más suerte historiográfica que las demás artes nacionales, inclusive la literatura. Existen varias competentes historias generales del cine realizado o consumido en estos lares. Además, este acervo se enriquece periódicamente con actualizaciones y monografías sobre determinados periodos históricos. La última y muy importante de ellas ha sido La pantalla indiscreta, de Antonio Mitre, que se ocupa de la llegada a Bolivia y de las primeras décadas de funcionamiento en el país de la industria de las imágenes en movimiento.
Ahora ha aparecido un nuevo estudio sobre un aspecto específico de la cinematografía local. Trata de la obra que se plasmó en ese formato aparecido a fines del siglo pasado y que resultaba de más fácil acceso y manipulación para los cineastas de países pobres como el nuestro: el video. La obra se llama Video boliviano de los 80 y pertenece a la académica argentina María Aimaretti. El subtítulo del libro –que se publicó en Buenos Aires y se presentó hace poco aquí– corrige la extensión del objeto de estudio: “Experiencias y memorias de una década pendiente en la ciudad de La Paz”.
Un tema tan acotado (video paceño de una década) ha sido sin embargo abordado en una obra que, como se decía antaño, es “de tomo y lomo”, pues se despliega en 375 páginas. Este contraste es excesivo y resulta de una deficiencia expositiva, como explicaré más adelante.
Digamos primero que el esfuerzo de Aimaretti rescata del olvido, evita que se disuelva en el flujo del tiempo, un periodo importante y lleno de experiencias de la historia del séptimo arte boliviano. Deja constancia de parte del trabajo de la generación de creadores que comienza a manifestarse antes e inmediatamente después de la recuperación de la democracia en 1982, y que estaba marcada por un mismo “espíritu de época”. Como la obra recuerda, la mentalidad de sus miembros se hallaba impregnada por la victoria política popular sobre las dictaduras militares (que habían asesinado al principal referente de esta generación, el cura cineasta y héroe de la democracia Luis Espinal), por un compromiso juvenil con el cambio social, que se quería facilitar a través del cine y la comunicación, y por el deseo de experimentar con los nuevos medios que se inventaban o se volvían accesibles en ese tiempo en el que comenzaba la “revolución de las telecomunicaciones” que continúa operativa hasta nuestros días.
Algunos de los nombres que entonces emergieron en la cultura nacional fueron los de Raquel Romero, Diego Torres, Liliana de la Quintana, Danielle Caillet, Cecilia Quiroga, Iván Sanjinés, Alfredo Ovando, Eduardo López, etc. Estos son los protagonistas del libro. En ese momento inicial ya estaban consagrados el crítico Pedro Susz, el historiador Carlos Mesa y el “polivalente” Alfonso Gumucio, así como los grandes cineastas Jorge Sanjinés, Oscar Soria, Antonio Eguino, etc. Paolo Agazzi no tanto, pero pronto se haría un espacio entre las cumbres. Y no mucho antes habían muerto Espinal y los gestores del cine Amalia de Gallardo y Renzo Cotta. Todos ellos fueron los referentes de la generación de los 80.
El libro comienza con la descripción del izquierdismo de esta generación, que se terminaría agrupando en el Movimiento del Nuevo Cine y Video Bolivianos (MNCVB), nacido en 1983. Junto con la Cinemateca Boliviana, dirigida por Susz, este grupo logró la aprobación de la primera Ley del Cine, la cual creó del CONACINE, de no tan feliz memoria. Como es lógico, Aimaretti se detiene en el tiempo en el que los buenos proyectos todavía no se habían desdoblado en sus indeseadas consecuencias. En todo caso, señala que es la aprobación de la Ley en 1991, un momento en el que la izquierda había sido vencida y desplazada por el neoliberalismo, el hito final de la historia del MNCVB. De ahí en adelante los videastas se dedican cada uno a lo suyo, como era el tono de los tiempos, y comienza una nueva etapa en la que predominaría el puñado de realizadores que, gracias al fondo creado por la Ley, pudo financiar la realización de películas de ficción convencionales.
El tercer capítulo de esta historia, el más interesante, describe el trabajo y narra la articulación entre videastas como Cecilia Quiroga y la socióloga Silvia Rivera, entre otras académicas, para producir documentales históricos sobre las luchas de los subalternos. Se habla en particular, y con lujo de detalles, de los títulos A cada noche sigue un alba y Voces de libertad, inspirados por el trabajo historiográfico del THOA (taller de historia oral) de Rivero.
Posteriormente, el texto se demora en registrar el trabajo de la vertiente institucional del videísmo boliviano: las organizaciones CIMCA, QHANA y el Taller de Cine Minero, que se ocupaban de hacer “comunicación alternativa”, muy de moda en los 80 antes de que el neoliberalismo se implantara en el país a finales de esta década. Su trabajo consistía en proveer a los subalternos de medios técnicos y de la capacitación indispensable para que generaran sus propios mensajes, amplificando sus voces en lugar de sustituirlas por las ideas y opiniones prefabricadas por los partidos y teóricos radicales. En esta actividad potencialmente subversiva, por lo menos en los términos en que se planteaba por entonces, ya que buscaba acabar con el “orden informativo” imperial, destacaban figuras que con el pasar de los años se tornarían conservadoras y elitistas. Tal afirmación, por supuesto, es enteramente de mi cosecha. Tomar nota de estas trayectorias quebradas constituye uno de los beneficios de la lectura de obras historiográficas.
El texto de Aimarretti continúa explayándose sobre los videos de los 80, ahora sobre los documentales etnográficos que produjeron Nicobis (Ovando y De la Quintana) y Eduardo López, un poco en disidencia y contraposición con algunos elementos demagógicos de la “comunicación alternativa” en la que estos realizadores habían trabajado. Se trataba por tanto de documentales con autor y, además, de autor, aunque también orientados, por razones políticas, a retratar o interpretar a los subalternos.
El libro se cierra con un recuento de los encuentros internacionales y de uno nacional, realizado en Cochabamba, de los videastas de los 80. Unas 70 páginas dedicadas a explicar quiénes asistieron, quiénes organizaron los encuentros, las temáticas de estos, las discrepancias existentes, etc.
Aimaretti ha hecho un gran esfuerzo de investigación, reuniendo una importante cantidad de material (entrevistas con muchos de los protagonistas). Pero luego no ha sabido dominarlo y, sobre todo, calzarlo en un texto de una extensión más razonable; su estudio carece de concisión, es prolijo hasta la exasperación, sin por eso ser exhaustivo, ya que deja fuera videos y videastas interesantes que trabajaron en esa época, pero no lo hicieron en los espacios institucionales que para Aimaretti son los fundamentales. Pese a no ser una novata, pues ya tienen varios libros publicados, en esta ocasión la autora se ha dejado llevar por la codicia del investigador principiante que no quiere dejar en el tintero ninguno de los datos que tanto le ha costado recolectar. Así, su libro se vuelve aburrido para un lector que no forme parte del mundillo cinematográfico nacional. Sin embargo, no cabe duda que sin Aimaretti probablemente este periodo de la historia del cine boliviano se habría conservado, si acaso, de manera fragmentaria y dispersa.