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Cultura | 21/03/2021   05:06

“Gambito de dama” y las aficiones exaltantes


Brújula Digital |20|03|21|

Fernando Molina / Tres Tristes Críticos

Una niña queda huérfana y en el orfanato queda expuesta a dos sustancias intoxicantes: el Valium y el ajedrez. Cuando crece es adoptada  por una mujer desesperadamente triste, incapaz de perseguir la dirección a la que le lleva su talento y entregada al alcohol. La joven encuentra la manera de adaptar estas difíciles circunstancias y estos complicados individuos a sus necesidades perentorias de, dos cosas, adicta y jugadora.

La exitosa miniserie Gambito de dama parte de la siguiente premisa: la vida real es horrible. El pasado está lleno de recuerdos atemorizantes e indignos. El presente, de sujetos mezquinos, cobardes, incapaces de amar. Lo único que cabe es escapar. Borrar lo real a través de lo imaginario. Hay dos formas de hacerlo: se puede escapar por medio de las drogas o por medio de una gran afición u obsesión, de una pasión avasalladora, del talento aplicado a una actividad aparentemente inútil pero en el fondo de vida o muerte.  

Quien vea Gambito de dama se expondrá a la misma metáfora que la mentada por el filósofo Bertrand Russell en su libro ¿Qué es la felicidad?: “En los minutos previos a un partido, no existe un hincha infeliz”. Lo que me lleva a otro recuerdo, quizá algo digresivo: En El secreto de tus ojos (2009), los investigadores descubren a un sospechoso desaparecido concurriendo a los partidos en los que jugaba su equipo favorito, el Racing Club de Avellaneda. Uno de ellos explica tal técnica investigativa de la siguiente manera: “Uno puede cambiar todo, su dirección, su identidad, pero no su afición”. Esta filosofía postularía que son nuestros “pasatiempos” (llamémoslos así, aunque obviamente es un nombre incorrecto) los que dan sentido a nuestras vidas. O, mejor, que con nuestros pasatiempos hacemos significativas nuestras vidas.

Gambito de dama habla de esto –de la obsesión y el talento, y de la cancelación de la realidad como salvación personal– usando el pretexto del ajedrez. Se puede visionar la miniserie entera y disfrutarla sin necesidad de saber ni papa de ajedrez. Ningún pasaje o desenlace depende de que comprendamos el juego como tal. Quizá por ello la miniserie sea más popular que otras películas también dedicadas al arte de torres y alfiles, pero menos independientes de este. Películas que, por otra parte, también suelen estar ambientadas en la Guerra Fría, un tiempo en el que el enfrentamiento entre ajedrecistas estadounidenses y soviéticos adquirió ribetes épicos.

Lo que en realidad presenciamos en Gambito de dama es el espectáculo siempre fascinante y aleccionador de un maestro siendo imbatible en lo que sabe. O, dicho con mucha mayor corrección, siendo magistral en lo que ama más que nada y que, por eso, domina como nadie.

Los mediocres, con tal de que al mismo tiempo no seamos estúpidos, podemos disfrutar intensamente de la contemplación y frecuentación del genio. Incluso podemos elevarnos de la medianía reconociendo y apoyando a este cuando lo vemos. En Gambito de dama, una cohorte de jugadores de mediana talla saben esto y por eso, ante el talento extraordinario de su rival, prefieren inclinarse ante este, en el único besamanos que no disminuye, sino, por el contrario, eleva la honra del que lo practica. Sumarnos a estos “fans” en la tarea de apreciar la excelencia y la rareza de una persona “con gracia” es uno de los ganchos narrativos de esta miniserie.

Lo dicho previamente no significa que quienes amamos el ajedrez no disfrutemos de un modo particular Gambito de dama. Debo confesar que me costó terminar el primer capítulo (demasiado duro, con niños involucrados), pero los otros me resultaron encantadores. No solo por lo ya señalado acerca del arte como medio de escape de la vida, que es una creencia personal profunda, sino porque me recordó uno de esos episodios de escape de mi propia vida y de las de muchos que como yo fueron niños en los años 70. Esta década comenzó con el llamado “partido del siglo” entre el estadounidense Bobby Fischer y el soviético Boris Spassky, que ganó el primero. Esta victoria, con intensa propaganda estadounidense de por medio, impactó fuertemente sobre nosotros. Fischer acabó el reinado de larga data de los soviéticos en este deporte y su hazaña impulsó a innumerables niños y jóvenes “occidentales” a practicar ajedrez. Como suele ocurrir, yo aprendí con mi papá, que jugaba conmigo y que me compró un libro sobre este encuentro, el “partido del siglo”. Nunca me convertí en un jugador siquiera pasable, pero el libro de marras, que presentaba el ajedrez como un invento de todas las civilizaciones humanas y de aún desconocidas civilizaciones extraterrestres, me gustó tanto que me abrió un camino de evasión del que ya no iba a apartarme.





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