Con las horas, el terreno fue cediendo y una parte del cementerio comenzó a agrietarse. El suelo empezó a vibrar y se deslizó como queso derretido hacia la playa. Cerca de doscientos ataúdes habían caído al mar. Muchos se habían abierto con el impacto
...
Fui a contestar el timbre y me lo encuentro a boca de jarro en la entrada de mi casa. El periodista me pone el micrófono debajo de mi nariz para preguntarme qué sentimientos me embargan en estos momentos tan difíciles. Yo no he accedido a esta entrevista, pienso, y tengo ganas de decirle que en este momento quisiera mandarlo a la mierda. En cambio, cierro los ojos y le digo siento tristeza, mucha tristeza. Me ha sorprendido: me tirita la voz y me tiembla el mentón bajo la mascarilla, pero no me importa, nada me importa. Perfecto, me contesta, me da las gracias, y se sube con el camarógrafo a la camioneta que los espera. Yo cierro rápidamente la puerta porque estamos en cuarentena en la comuna de San Miguel y un perro ladra en esta tarde de fin de verano.
Ni en las peores pesadillas, habría imaginado algo así. Y eso que he tenido muchas. Todavía no lo puedo creer. Estoy cansada, y de verdad que tengo una pena profunda. Me duelen los huesos y el corazón. He sobrevivido a tantas tragedias, tanto dolor acumulado. No tengo ninguna razón para estar viva, y se me acabaron las razones para estarlo. El Golpe del 73 fue el comienzo del infierno. Entonces era militante del Partido Comunista, al igual que Raúl, mi marido. Ambos teníamos 23 años, éramos dirigentes de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile y esperábamos nuestro primer hijo. Yo estudiaba filosofía; él, medicina. Nos habíamos conocido en unos trabajos voluntarios, en Conguillío.
Y llegó el puto Golpe. No había pasado una semana cuando una patrulla de soldados llegó cerca de las nueve de la noche a nuestra casa, la de San Miguel. Justo cuando nos íbamos a sentar a comer. Me acuerdo que había cocinado tallarines con salchichas. Estacionaron frente a la casa y del jeep bajaron cuatro o cinco soldados, armados hasta los dientes. No alcancé a contarlos bien porque todo fue tan rápido. Echaron abajo la puerta y a gritos registraron la casa, rompiendo todo lo que encontraron en el camino: un florero, un par de lámparas. Vaciaron la fuente de tallarines encima de la alfombra y uno de ellos largó una risotada de hiena. Abrieron el colchón con unos corvos y preguntaban por las armas. Con las culatas de las ametralladoras quebraron todas las ventanas. Yo, muda, me sujetaba la panza de embarazada por abajo, con ambas manos, como si se me fuese a caer.
Iba a tomarle la mano a Raúl cuando lo sacaron a empellones. Lo vamos a interrogar, dijeron. Mañana, huevona, te venimos a buscar a ti, me advirtió la hiena cuando me botó al suelo de un solo empujón. Al día siguiente me mudé a la casa de unos parientes que vivían en Vitacura, bien de derecha, bien momios, pero buena gente. No me preguntaron nada y me dijeron que podría quedarme todo el tiempo que fuera necesario. Con mi mejor amiga, compañera de escuela, buscamos a Raúl en las comisarías, la morgue, los hospitales, en casa de sus amigos, compañeros de partido, hasta en las iglesias. Nada. Los pacos decían que no figuraba en ninguna lista de detenidos, que seguro se había ido con otra mina a Argentina.
Sin embargo, una semana después los diarios publicaban una foto con el cadáver de Raúl arrojado en la mitad de una calle solitaria. En una nota muy escueta se informaba que el extremista había muerto en un enfrentamiento con fuerzas de seguridad y de orden, junto con otros tres terroristas. No se daba la ubicación ni ningún otro detalle. Gracias a la ayuda de unos abogados de la Vicaría de la Solidaridad, pude retirar su cuerpo de la morgue. Allí estaban las huellas inconfundibles de la tortura. Latigazos en la espalda, los oídos reventados, quemaduras de cigarrillos en los brazos y piernas, grandes moretones en el estómago, los testículos mutilados, el labio roto. Le faltaban varios dientes. No quedaba nada de mi compañero. Lo cremamos y yo arrojé sus cenizas al mar de Valparaíso, donde había nacido. Me acompañaron un puñado de sus amigos más cercanos y algunos parientes. Varios no aparecieron por miedo.
Cerca de la Navidad, recibí la orden de mi partido de asilarme. Me andaban buscando, a mí y a otros compañeros de la Facultad. Después de barajar varias alternativas, la Embajada de Gran Bretaña fue la elegida. Yo no tuve nada que ver en la elección.
Por razones obvias, no podía saltar ningún muro de modo que se acordó con el cónsul que me incluiría en la lista de las personas autorizadas a hacer algunos trámites. Así fue. El día y hora acordados llegué al consulado y había un carabinero en la entrada. Pero en fracción de segundos salió un señor con una lista en la mano, me preguntó el nombre, le di mi chapa, simuló revisar el papel y le dijo al paco que me dejara ingresar. Entré y de ahí a paso rápido a la embajada. La casa estaba repleta de gente. A medida que se acercaba la fecha del parto, quedaba claro que la idea de que fuera a un hospital era una apuesta demasiado riesgosa. El embajador igual pidió el permiso- en caso de que se presentara alguna emergencia- pero el gobierno me negó el salvoconducto. Pero ya estaba todo preparado. Entre los asilados había un obstetra, un pediatra y un cirujano. Se había dispuesto que una funcionaria de la embajada comprara todo lo necesario, y me asistiera en lo que hiciera falta. Habilitaron una pieza, la esterilizaron y se aprontaron a recibir al bebé. El niño -se llamó Camilo- nació al mediodía del último día del año, sano, peludo y con unos pulmones que ya se quisiera cualquier tenor.
Partí con mi hijo de tres meses rumbo a Londres. Me invadió la nostalgia antes de ingresar al avión. Otro mundo, otra vida. Una ciudad que olía a café, curry, azafrán, sudor, tabaco y lavanda. Me pareció que el mundo entero se había dado cita allí. Caminaba una cuadra y escuchaba tres idiomas, dos no podía reconocer. Un cielo gris con pequeños parches de luz que a veces asomaban entre las nubes. Ya no hay vuelta, aquí te quedarás, me repetía, mientras caminaba por los enormes parques con mi bebé apretado contra mi pecho. No tenía dinero ni trabajo ni amigos, no hablaba inglés. Me hacía tanta falta Raúl. Pero estaba decidida a inventarme una segunda patria porque la primera, la que yo había soñado, por la que había luchado, ya no existía.
Me parece que eso fue hace siglos.
Ahora en cuarentena, cierro la puerta de mi casa y me preparo una taza de té. No hablaré más, me digo. No estoy para nadie. Una lágrima cae en picada a mi taza. Antes de que me siente rompo en sollozos. La pena sube en borbotones desde las entrañas, el útero, las tripas. Llevo días sin dormir, sin comer. Hace calor, pero tirito de pies a cabeza. Un mes antes había recibido la llamada de mi nuera, Jane, una inglesa encantadora, que me contó en medio del llanto que mi hijo se había contagiado con el coronavirus en el mismo hospital donde trabajaba. No alcanzó ni a llamarla, me advierte. Había sido una muerte fulminante. Tres días intubado, se complicó con una neumonía y nada que hacer. Varios de sus colegas también estaban infectados y en estado crítico. Lo querían tanto, me dijo, con la voz entrecortada. Yo la escuchaba con el celular en la mano, muda, igual que el día que se llevaron a Raúl. Dejaba una hija adolescente, idéntica a él. Grandes ojos negros, como dos uvas hinchadas por el sol, tez morena, pelo ondulado, castaño oscuro. Estaba haciendo planes para venir a verme, ansiosa de conocer la patria de su padre y de su abuela. Yo había regresado a Chile hace tiempo, al inicio de la transición. Volví apenas me dejaron entrar. No aguantaba más. Sabía que muchas cosas habían cambiado, pero tenía la certeza de que quería morir en mi país, aunque me devolviera recuerdos muy dolorosos. Ansiaba recuperar mi patria. Extrañaba mi barrio, mi gente, mi idioma, la longaniza y los porotos granados. Y el mar. Camilo se reía y me decía pero, mamá, si el mar es el mismo en todas partes. Yo le contestaba que no, que nuestro mar era distinto, de muchos colores, que al amanecer cantaba canciones de espuma y bailaba cueca con las mareas altas y bajas.
No es natural que los padres entierren a sus hijos, pensaba, mientras revolvía mi taza de té. No estaba preparada para esto. Camilo había sido una flecha al cielo, pronto a cosechar lo que la vida le iba regalando a manos llenas. Por culpa de un maldito bicho, quedaban sus sueños abortados, el futuro hecho trizas. Ni siquiera podía ir a su entierro por la puta pandemia. Las fronteras de acá y de allá cerradas, quién sabe hasta cuándo. Nunca habría imaginado despedir a mi hijo a la distancia, sin siquiera poder darle un beso. Tampoco había podido hacerlo con Raúl. Lo habían enterrado en el antiguo cementerio de Cornwall, su hogar. Un pueblo precioso en el sudoeste de Inglaterra, de enormes acantilados, castillos magníficos, con unos bosques extensos que caen de rodillas al mar. Allí había conocido a su esposa y botado el ancla hace dos décadas. Esa era su patria, me dijo, la última vez que nos vimos.
La ceremonia había sido breve. Con un puñado de personas al aire libre, pese a una lluvia persistente que caía hace ya varios días. Dos semanas más tarde, el infierno se desató y acabó con la paz de los muertos. Fue al atardecer. Una cuadrilla de albañiles que restauraban algunos panteones dio la voz de alarma. La lluvia había provocado el deslizamiento de la tierra bajo el cementerio construido sobre un acantilado. Con las horas, el terreno fue cediendo y una parte del cementerio comenzó a agrietarse. El suelo empezó a vibrar y se deslizó como queso derretido hacia la playa. Cerca de doscientos ataúdes habían caído al mar. Otros habían quedado a mitad camino, atrapados entre las rocas. Muchos féretros se abrieron con el impacto. La escena era dantesca.
La lista que se estaba confeccionando incluía a niños y mujeres. El pueblo entero se conmocionó y en las primeras horas los propios pescadores se hicieron a la mar en busca de los desaparecidos. Algunos volvieron con un par de cadáveres entre sus redes. Un grupo de buzos se sumergieron en las profundidades durante varios días y salieron a la superficie con una docena de cuerpos. La operación de rastreo para intentar recuperar los restos fue inmediata y aún continuaba. Pero, la identificación era lenta. Según informes de la policía y equipos de rescate, los cuerpos podrían estar repartidos tanto en el mar como bajo los cascotes del acantilado. La búsqueda debió suspenderse varias veces debido al mal tiempo. La pandemia presentaba otras restricciones. Hasta ayer mi hijo no había aparecido.
Me dijeron que había tenido una crisis de pánico cuando Jane me llamó, por segunda vez, para contarme lo sucedido. La pobrecita tuvo que hacer varias pausas y después de algunos minutos, me dijo que no podía seguir hablando, que me volvería a llamar en un rato. Yo estaba muda, al igual que esa noche en que se llevaron a Raúl. Colgué y me puse a gritar como endemoniada. No recuerdo nada más porque me desplomé. Desperté en los brazos de mi vecina Clara que, cuando escuchó mis aullidos, corrió a mi lado. Estaba escrito, me repetía, estaba escrito, mientras me daba un vaso de agua con azúcar y me acariciaba la cabeza con dulzura.
Luego la noticia salió en la televisión. Decían que se habían recuperado cerca de la mitad de los cadáveres y que resultaba difícil creer que el número pudiera aumentar. Entonces no pude dejar de pensar en la dictadura y los cientos de cuerpos arrojados a ese mar nuestro de infinitos colores. Desaparecidos para siempre, el mar nunca los devolvió. Pero anoche soñé que mis dos hombres estaban juntos, vivos, al fondo del mar, en algún lugar al sur de Chile. Eran aguas gélidas pero luminosas. Estaban de pie, fundidos en un abrazo. De pronto giraban hacia mí, sonrientes, y me lanzaban una lluvia de besos, con el amor de siempre, me decían, con el amor de siempre.
Odette Magnet es periodista y escritora chilena.