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Cultura | 11/03/2021   10:54

Cuento de Odette Magnet: Una muerte discreta

Brújula Digital |11|03|21|

Sólo deseaba morir de una vez. Nunca había sido aficionado a los preámbulos. Como ingeniero, era de un espíritu práctico, concreto. Evitaba los dramas y las despedidas llorosas. Le tenía terror a la muerte, pero creía que se trataba de un asunto privado e inevitable. Postergarla o ignorarla no haría las cosas más fáciles. Sin embargo, deseaba irse en forma discreta, digna, sin dolor. Sobre todo, sin dolor. Su fin ya estaba anunciado hace rato, cierto, sabía que era cuestión de tiempo. El Alzheimer se había abalanzado sobre él como un oso hambriento. No recordaba casi nada, ni siquiera cómo se llamaba. Tenía la mente vacía, como un gran lienzo blanco, descontaminado. No podía firmar un documento, ni leer un libro. Cada vez eran más las nubes que desfilaban por su mente en una larga hilera sin rumbo fijo. Olvidó los nombres de los objetos, de las personas, no sabía qué se echaba a la boca ni lo que vestía. Un día vio de reojo su reflejo en una vitrina de una tienda. Le devolvió la mirada un desconocido, un adulto con sonrisa de niño, una ceja arqueada.  

La pandemia no había llegado a instalarse aún. Para peor, Jerónimo había aterrizado en una mal llamada casa de reposo. De reposo, nada. El ir y venir de personas era constante, las puertas se abrían y cerraban día y noche, el prender y apagar de luces, interminable. Gritos desde el pasillo. Timbrazos de un teléfono en alguna parte. No fue idea suya, nadie le consultó, pero los dados estaban echados. Le empezaron a dar un cóctel de vitaminas cada día.

Natalia estaba atorada de preguntas que quería hacerle a su padre, aunque ya estuviera rodeado de nubes. Difícil hablarle con cierta privacidad cuando el personal de la casa interrumpía a cada rato, sin pedir permiso siquiera. Una mujer regordeta le llenaba el vaso de plástico con agua, le acomodaba las almohadas por enésima vez en las últimas dos horas y separaba las sílabas cuando le hablaba como si fuera un bebé. Esperó que la señora saliera y acercó la silla a la cama de su padre. Tenía los ojos cerrados, pero no sabía si dormía o no. Se inclinó hacia él como si fuese a contarle un secreto y descansó su cara sobre su pecho. No te vayas aún, papá, le dijo, no te vayas. Nos queda tanto por viajar, tantos recuerdos por construir. No te rindas, no aflojes, peléala. Nunca te pregunté dónde guardaste tu dolor cuando la mamá murió, nunca te vi llorar, ni siquiera escuché un sollozo tuyo en la noche. Qué hiciste con tus lágrimas, papá, cuéntame de tu pena, de tu pérdida. ¿A la mamá, la quisiste mucho, poquito o nada? Se llamaba Celia, papá, Celia. Murió de cáncer al hígado. Ambos estaban entonces en Ginebra y con el diagnóstico a cuestas regresaron a Chile. La llevaste a la playa, pasó los últimos días mirando el mar, las puestas de sol en silencio. Me lo contaste por teléfono porque yo no pude acompañarla hacia el final. Debía hacer una presentación ante el instituto nacional de

derechos humanos de Costa Rica y no me dejaron aplazarla. Llegué justo a tiempo para enterrarla contigo. Tú regresaste a tu trabajo, durante dos meses no me llamaste ni escribiste. Sin drama. Llegué a pensar que no te volvería a ver, que te inventarías otra vida, otra personna en Europa, qué sé yo. No quise interrumpir tu duelo silencioso. Yo estaba haciendo el mío, Háblame de lo que quieras, pero háblame, papá.

Difícil hacerle el quite al contagio a los 75 años, con hipertensión y diabetes. Una señora que hacía el aseo en esa casa anunció un día, a gritos, que casi todos los residentes del segundo piso se habían contagiado con el corona, que el bicho estaba en todas partes, que nadie se salvaría de esta peste, dijo peste, y ella tampoco. Ese mismo día Jerónimo tuvo dificultades para respirar, una tos seca, fiebre alta, un dolor fuerte en el pecho.  Lo último que recuerda es que estaba en una sala de muros blancos, tendido sobre una cama limpia de sábanas blancas, tiesas de almidón. En silencio, dentro de una gran burbuja plástica, impoluta, arropado por la morfina, con un tubo en la boca. Gracias a todas las diosas y dioses no tenía dolor. No sabe si estuvo días o meses en ese cubículo solitario. Daba igual, estaba claro que no iba a salir vivo de ahí.

Una noche lo asaltó una pesadilla tenebrosa: su cuerpo caía bruscamente a un pozo con enormes bloques de hielo y encima alguien colocaba una lápida de cemento. No podía gritar ni sacudirse el terror. Intentó mover sus brazos, sus manos, dar una señal de algo. No pudo. Nadie llegó a rescatarlo. Habría querido que lo acompañara su hija querida, su hija, ni siquiera puede recordar su nombre. Pero quizás fue mejor así, nunca le había gustado inspirar lástima. Tal vez ella llegó, preguntó por él, por Jerónimo Ugarte, internado hace tres días, y no la dejaron pasar. Cómo saberlo. No conoce el protocolo de la pandemia en las clínicas de Chile. Intenta recordar el nombre de la clínica pero en ese instante otra nube pasa por su mente. La habría invitado a que se metiera a su cama como cuando era niña y él le leía cuentos de fantasmas voladores y brujas poderosas. ¿O eran fantasmas poderosos y brujas voladoras? De eso sí se acuerda, qué raro.

Su hija no estuvo para tomarle la mano o darle un beso. O desearle buen viaje. Su voz lo habría ayudado a calmar el pánico o, quizás, a levantar la lápida. Estaba aterrado, no podía respirar y el hielo ya era agua gélida a la altura de su cuello. No sentía su cuerpo. Le habría gustado decirle que la amaba, que la iba a extrañar más que a nadie, que le deseaba una vida larga y fascinante. No, necesariamente, feliz, pero interesante. Duro partir solo en plena pandemia. Cuando entendió que sus días terminarían en ese cubículo blanco, cerró los ojos, y dejó escapar un suspiro profundo.

Él no lo recuerda, claro, pero hace apenas unos meses, había estado en casa de Natalia. Entonces vivía en su bello departamento, octavo piso, en el sector de Providencia. Ella lo había invitado a tomar un trago a su casa, cerca de las ocho, porque se cumplía un aniversario más de la muerte de Celia. Llegó en taxi. Estaba sola y le dijo que Ignacio había viajado al sur por un asunto de trabajo. El no quiso preguntar más, pero ni por un minuto se creyó el cuento. Había regresado hace poco al país, esta vez para quedarse, después de diez años fuera ocupando altos cargos internacionales. Naturalmente,

entremedio, se habían reunido muchas veces los tres. Habían viajado por casi toda Europa. Celia siempre decía que quería regresar algún día a los lugares que ella más amaba: París, Florencia, Praga. No hubo tiempo.

Esa noche, en su departamento, Natalia estuvo inquieta, tensa. Tenía la voz un poco cascada, los ojos llorosos. La mandíbula apretada cuando trataba de sonreír. Había perdido su agudeza, su sarcasmo infaltable. No llevaba el anillo de matrimonio. No se rieron ni contaron chistes, como solían hacerlo. Hubo largos silencios, como si ella hubiese querido decirle algo importante y no sabía cómo. Él tampoco quiso saber. Se tomaron dos pisco sours y comieron un carpaccio de salmón en pan negro y un pocillo de aceitunas de Azapa. Natalia evitaba mirarlo a los ojos. Después de un par de horas, lo fue a dejar a su departamento. Antes de bajarse, su padre la encerró en un abrazo y le dio un beso en su mejilla izquierda. Ella le arregló la bufanda en un gesto breve y murmuró algo indescifrable.

Al día siguiente, lo llamó temprano. El venía saliendo de la ducha, y mientras se amarraba la toalla alrededor de las caderas, ella le contó sin rodeos que se había separado de Ignacio hace ya tiempo, que no se preocupara, que estaba todo bien. Estoy atrasada a una reunión, le dijo, y colgó. Jerónimo habría querido decirle algo cariñoso, algo que sirviera de consuelo, pero no lo dejó. También le habría gustado darle un par de instrucciones sobre sus bienes y finanzas, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que la niebla lo tragara de una bocanada y lo despojara del esbozo de memoria que le quedaba. No alcanzó a advertirle que algo andaba mal, que ya no era el mismo, que tenía miedo.  Por si no se había dado cuenta.   

No había nadie en la sala cuando partió, esa madrugada de junio. La escarcha pegada a los ventanales. Fue todo lo que vio Natalia porque no la dejaron entrar. El día más frío hasta la fecha. Un cielo cargado de nubes amenazantes, las mismas que Jerónimo tenía en su cabeza. Partió solo, intubado, con ese ventilador mecánico que exhalaba una especie de ronroneo monótono que, por alguna extraña razón, lo reconfortaba. Fue una muerte solitaria, silenciosa. En ese cementerio que se dice parque hubo una ceremonia rara, que sólo duró quince minutos, sin discursos, ni cura ni coro. Como pandemia dispone. Caía una lluvia fina, escuálida. Los pocos que habían llegado cruzaban los brazos, las manos escondidas bajo las axilas, como una forma de atajar el frío o, quizás, la pena. Bajo un toldo de lona verde desteñido, separados por un metro o algo más, el puñado de asistentes se saludaban en susurros como si no quisieran despertar al muerto. Un par de mujeres miraban hacia el cielo y un hombre se arreglaba el nudo de la corbata. Natalia se acercó al ataúd y carraspeó suavemente. Nunca se sintió más huérfana que ese día. Improvisó una despedida con frases cortas, inconclusas. Menos mal que había poca gente. Habló de los cuentos infantiles de su padre, que se sabía de memoria, dijo, pero que habría querido escuchar de nuevo, de los tantos viajes que hicieron los tres, de los chistes repetidos hasta el cansancio. A su padre le agradeció porque, dijo, le había mostrado el mundo, la había empujado a ser curiosa, a no quedarse con las respuestas fáciles. Hizo una pausa para tomar aire y se subió el cuello del abrigo.

Sólo espero, remató, que estés en un mejor lugar que todos nosotros, papá. Justó ahí, en la primera pa, se le quebró la voz, pero todos fingieron que no se habían dado cuenta. Natalia luego sacó un pañuelo desechable de su cartera y se secó un par de lágrimas con discreción, tal como su padre lo habría querido. Sin drama.

Odette Magnet es periodista y escritora chilena.





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